En las cortes europeas de la Edad Media, cuando el rey gustaba de ejercer poderes omnímodos pero detestaba asumir la responsabilidad de sus actos, existían los bufones. Como nadie podía contrariar al monarca, so pena de ser sumariamente castigado, no se discutían las órdenes reales. Así, cuando disponía a sus ministros no hablar en público sobre asuntos del Estado, se le obedecía sumisamente. El rol de los bufones era, principalmente, divertir al rey, pero también asumir la culpa por las equivocaciones reales. Usando su facultad de transformar las palabras en risa, se atrevían a criticar a veces al monarca, mas cuando veían dibujarse en su ceño fruncido el peligro de una represalia o castigo, convertían a la crítica en una chocarrería. Los bufones usaban sabiamente la risa como mecanismo de comunicación. Se burlaban del rey en público, con insolencia y desparpajo. Corrían graves riesgos pero sabían sortearlos y generalmente salían indemnes gracias a su buen sentido del humor -a la sal quiteña, se diría aquí y ahora- aunque algunos, por audaces, perdieron su cargo y su cabeza.
Hacían reír al rey, más o menos como ahora lo pretenden los cómicos pagados que salpican de insultante humor los programas de los sábados. Pero los actuales bufones no se burlan del rey, como ocurría antes. Se burlan de los demás, interpretando los sentimientos reales y, exponiéndolos en superlativo. Sus víctimas son los ciudadanos que piensan distinto, especialmente aquellos que, en el ejercicio virtuoso de una vida digna, han ganado prestigio y nombradía que podrían echar sombras sobre el rey. Destruyen lo estético después de haber dejado en escombros lo legal y lo ético. El monarca celebra los inmorales ataques con una amplia sonrisa y una chabacana aceptación de sus hirientes bromas. Los bufones alimentan así el ego del rey que alaba su “fino humor”.
Las bufonadas incluyen, por cierto, descalificaciones de carácter general y el uso del sarcasmo y el cinismo. Recurren constantemente al sofisma. La ironía -fino instrumento de la inteligencia- apenas asoma fugaz en tan vulgar escenario. Incluyen también los ilegales recursos a la propaganda electoral torpemente disimulada bajo los ropajes de una Traviata técnicamente hecha con dineros del pueblo, que habrán celebrado en Palacio el monarca y sus siervos carentes del uso del lenguaje. Habrán cantado y reído y festejado y se habrán solazado al recibir en sus inclinados espinazos la graciosa aprobación del sonriente rey.
Esas épocas de absolutismo pasaron definitivamente a la historia. Mantener vivo su recuerdo, como lección de un pretérito que no deberá repetirse, será siempre la obligación de los hombres libres, a los que no les puede silenciar ni siquiera la orden del monarca empeñado en que nadie, sino él, ose proclamar “la verdad”.