Recuerdo bien la segunda mitad de los años 70. Liderados por dos arquitectos, en Quito, Hernán Crespo Toral y en Cuenca, Patricio Muñoz Vega, un grupo de jóvenes estudiantes y profesionales íbamos sintiendo la cara oscura de una modernidad acelerada por el boom petrolero. La construcción de hoteles, bancos, financieras y otros tantos habitáculos, iba devorando nuestro patrimonio cultural edificado.
También la emigración al exterior o a las ciudades grandes, causaron una verdadera modificación y destrucción de nuestros paisajes urbanos y naturales. La reacción de nosotros “nóveles conservacionistas” resultó distinta en ambas ciudades.
Mientras en Quito se luchaba por la conservación monumental de un centro histórico aún vinculado al período colonial; en Cuenca, se intentaba más bien salvaguardar aquella arquitectura de tierra más sencilla ligada a costumbres y hábitos que rodeaban la vida de los habitantes de las provincias del Azuay y Cañar, divididas tardíamente (e innecesariamente) en dos unidades políticas. Quito privilegió la ciudad, Cuenca, su entorno rural.
Precisamente fueron aquellos años en los que Muñoz Vega con sus estudiantes, muchos de ellos al presente destacados restauradores o gestores del patrimonio como Dora Arízaga, Edmundo Iturralde o Álvaro Larriva (la lista es larga), se dedicaron a registrar la arquitectura popular de Azuay y Cañar; detalle a detalle constructivo, plantas, materiales, aspectos funcionales o físico ambientales, con el fin de valorar dicha arquitectura y eventualmente evitar su desaparición. Fichas, fotografías y dibujos, además de apuntes del finado Muñoz, fueron entregados a la institución contratante, el CIDAP. Y finalmente este valioso material sale a la luz; obra publicada conjuntamente entre la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Cuenca y el CIDAP (2016, 190pp).
Sin embargo, desde entonces -40 años- mucho agua ha corrido bajo el puente. La década de los ochenta fue fructífera con obras como la de Julio Estrada et als., “Arquitectura vernácula del litoral”, artículos en la Revista Trama de Inés del Pino y otros o “Saraguro huasi” de Alfonso Calderón.
El desastre de La Josefina en el Azuay supuso un interesante aunque fallido momento para plantear una nueva arquitectura en tierra. Desde entonces, un enorme vacío; uno que otro seminario sobre arquitectura de tierra y pare de contar.
Interesante hubiese sido aprovechar de esta obra para evaluar lo sucedido en términos académicos y determinar lo ocurrido en campo con esta arquitectura que con tanto afán registró Muñoz. Una puesta al día del material, del estado de conservación, del tipo de modificaciones, nuevas apuestas y una bibliografía que provocara estudios, propuestas y reflexiones posteriores.