Exorcizar nuestra piel muerta

El cuerpo como registro de lo que sucede, como el recuerdo del miedo o la angustia. Hemos dejado de pensar en el cuerpo que nos envuelve, en la memoria que éste constituye. Lo hemos mal maquillado para hundirlo en el olvido propio mientras solo y tan solo vivimos en el afuera obnubilados. Mas el cuerpo de Lucas se refriega desesperado en la tierra buscando a la lombriz o la araña, únicos sobrevivientes de la catástrofe de habernos perdido.

Esta, una de las tantas aristas que aborda la novela de la joven escritora ecuatoriana Natalia García, “Nuestra piel muerta”. Lucas, el hijo pródigo de una familia acomodada vuelve a casa después de años de extrañamiento; retorna buscando un padre suyo, horror suyo. Vuelve al Origen pero no al bíblico, a aquel que nos enseñaron por generaciones; retorna al relato pre religioso, antes de que este libro mítico nos hiciese olvidar el génesis de los insectos (demonizados como putrefactos); que ignoró por siglos el préstamo que hizo de otras historias de diluvios y desconoció la presencia de diosas y brujas sabias.

Tras largos años, la casa de Lucas ha sido invadida por extraños -los viejos y burdos trabajadores de su padre- por nuevas presencias rastreras. Su familia, sinónimo de Pueblo, Nación o Territorio, no existe ya como tal y nuestro personaje es tentado a buscar el exilio perpetuo, el extrañamiento -salir de su lugar- que nos instiga a inventar nuevos relatos. La vuelta resulta metafóricamente en el retorno erótico y sensorial a la Tierra, a la Madre tierra, a los afectos y a sus húmedas entrañas.

Lo que se dice, lo que se piensa, lo que se insinúa o calla en esta fascinante novela, nos obliga como lectores a execrar el relato bíblico patriarcal, orientador de un sistema económico y político maledicente, vivido a diario. “… la calma de Dios era un maldito cuerpo vacío”. Nos persuade a re inventar nuevas formas de pensamiento, no sin desconocer el dolor de hacerlo, un dolor que nos desgarraría la piel pero que nos llevaría a entregarnos a esta tierra (la madre) de la que nos desconectamos hace siglos. Lucas busca encontrar un lugar de salvación a través de un cuerpo -el suyo propio- que se descompone y se recompone a la vez.

Mínimas, mínimas esperanzas de una Humanidad flagelada por el poder macho, abandonada por su agonizante madre tierra, y el conocimiento con afecto (que protagoniza el profesor Erlano en la novela). Los insectos son los únicos que nos sobreviven, que prescinden de nosotros, que se re acomodan en cualquier tierra y lo harán hasta que encontremos -si lo hacemos- la clave para vivir distinto. “… todos los hombres de la tierra no somos más que hijos de arcilla timoratos y agrietados que deambulamos por la vida ya sin brazo, ya sin pierna, ya deformes. Aunque nadie nos pueda ver”. Un clamor a exorcizarnos.