El escándalo de la aprobación en paquete de una amnistía a favor de centenares de personas, hace indispensable una revisión de una institución que sobrevive mal o bien en la Constitución.
La amnistía (lo mismo que el indulto) es una institución un tanto extraña en el panorama del Derecho Penal. Extraña, porque confiere a un ente político, la Asamblea Nacional, una atribución que normalmente debería estar en manos de un juez: extinguir las eventuales consecuencias de un delito que se está juzgando e, inclusive, de una pena ya impuesta. Hasta podría considerarse que se trata de una peligrosa excepción a la separación de poderes.
En todo caso, las legislaciones, igual que la ecuatoriana, la prevén, y así mismo limitan su concesión a los delitos políticos; pero la gravedad de los casos y sus efectos (dejar en la impunidad un delito) exigen que se extremen las precauciones para su concesión. Y precisamente lo que ha ocurrido en estos días pone de manifiesto que, para un cuerpo colegiado político, es demasiado fácil saltarse las exigencias constitucionales y conceder amnistías a quienes no están calificados para recibirla.
El punto crucial es la calificación del delito que se amnistía como delito político o conexo, sin tomar en cuenta las excepciones que ley establece. Sospecho que muchos amnistiados, casi todos, no pasaban un examen riguroso de las condiciones exigidas por la Constitución, y se han visto favorecidos por una colusión de intereses que permitió la formación en la Asamblea de una mayoría gravemente sospechosa.
Pero lo que ha pasado hoy puede pasar mañana, por lo que hace falta buscar un remedio para salvar a la institución en su objetivo fundamental: la pacificación de la sociedad en momentos críticos.
Pienso que esto se podría obtener si se requiere un informe previo de la Corte Constitucional sobre el cumplimiento de condiciones. Con ello se conseguiría, al menos, que no se presente una demanda de inconstitucionalidad al día siguiente.