Una crónica legislativa de este Diario, daba cuenta de que de los 137 parlamentarios de la Asamblea Nacional, 102 pidieron la palabra para hablar sobre su posición personal acerca de la Ley de Apoyo Humanitario, enviada con carácter de económico urgente por el Presidente de la República, Lenin Moreno, para paliar en algo la crisis sanitaria y económica del covid-19 en el país.
Los 102 asambleístas que dieron su opinión se tomaron algo así como 21 horas (en cuatro sesiones diferentes) para esgrimir sus posiciones, personales y de sus partidos y movimientos políticos. Vale decir, más que nada sus posiciones personales, como si de eso dependiera su futuro político. Es decir, se tomaron casi un día entero para decir, básicamente, su impresión particular acerca de cómo debería estar redactado ese texto que, en pocas palabras, pide tributos a los ciudadanos y a las empresas para evitar el colapso por el covid-19.
¿Es bueno? Sí, porque en cierto punto se deduce que la libertad de opinión es un baluarte que hasta hace poco era una quimera en un gobierno totalitario. Pero es realmente un tontería de alto quilataje que todos quieran golpearse el pecho por no tener (por cuarta ocasión en los 40 años del retorno a la democracia) como Estado cómo responderle al país frente a una contingencia, esta vez es el covid-19, antes fueron el fenómeno del niño, la guerra del Cenepa y el terremoto de Manabí, coyunturas por las que los ciudadanos han aportado de sus bolsillos, porque la clase política no ha podido solventar con planeamiento y un mínimo de capacidad cerebral para ahorrar para esos tiempos difíciles… para “las vacas flacas”.
Le quedan nueve días a la Asamblea para aprobar en segundo debate de todas sus brillantes ideas y esperar el veto presidencial. Si no ocurre, pasará por el Ministerio de la Ley, es decir, sin una coma cambiada por la Asamblea del texto del Ejecutivo. El tratamiento de la Ley de Apoyo Humanitario ha sido espectáculo execrable por videoconferencia.