Nuestro país vive momentos de incertidumbre que pueden desembocar -¡Dios no lo permita!- en un caos. Pensando en ello y en la diaria lista de tragedias que protagonizamos hasta el punto de creer que la insensatez está sembrada en el mapa genético de los ecuatorianos, y habiendo comenzado la austeridad de la Cuaresma, es fácil caer en la tentación de meditar sobre temas trascendentes. La primera idea trágica que vino a mi mente fue la muerte, destino hacia el que “partimos cuando nacemos” -Jorge Manrique- porque estamos “muriendo desde el punto en que nacimos”-Calderón de la Barca-. Sin embargo, los años que ya tienen blanca mi cabeza no me han privado del deseo de vivir o, dicho mejor, de sobrevivir. Y pasé a pensar en la resurrección.
Me ayudó para ello la misteriosa sonoridad de la segunda sinfonía de Mahler, con sus iniciales melodías trágicas, disonantes y lúgubres, que progresivamente dan paso a la rebeldía y, finalmente, a la esperanza y a la fe en una eternidad inefable. Para ello, el gran compositor austriaco inspiró su música en unos versos del gran poeta Klopstock, produciendo así milagrosos efectos salutíferos, como una cascada de ilusiones.
“Tú resucitarás”, grita la contralto y el coro enfatiza “sí, tú resucitarás”. La magistral fuerza armónica y el poder de la fe convierten a la música en el más inolvidable lamento de lo temporal que aspira a eternizarse. Sigue el mensaje, con inolvidables palabras: “Tú has sido sembrado para volver a florecer”. ¡Qué constatación más tranquilizante de la creencia en una vida post terrenal, que angustiosamente ha movido al ser humano desde los albores de su existencia! Queda descrito el hondo significado de la muerte: “Tú has sido sembrado”, has muerto, ese es el paso tan evidente como inevitable, que prepara las cosas para un nuevo florecimiento. A su tiempo, el Señor de las cosechas recogerá las flores nacidas de la ineludible siembra. Lo que ha nacido debe morir y cuanto muera resucitará. Lo que parecía perdido se recobrará y será tuyo, para siempre.
La música de Mahler y la poesía de Klotstock, después de evocar la fúnebre tragedia, construyen la esperanza con el estético himno de las clarinadas, demoledor de angustias y pesimismos, y concluyen con esa poderosa exclamación “¡moriré para vivir!”, síntesis de incredulidad y esperanza, de angustia y serenidad, esencia de las complejidades del corazón y el cerebro humanos que hablan de la búsqueda de un Dios tan necesario, del “quiero creer” de San Agustín. Y símbolo también de la incomparable nobleza de cada individuo, portador de la eterna historia de la actual y otras humanidades, de esa historia inconmensurable de la que nada pueden conocer ni historiadores ni antropólogos pero que se puede atisbar, oculta en las mágicas formas de la música y la poesía.
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