Conocer es una forma de reconocerse en el mundo; si de Historia se trata, una forma de revelar la memoria de un pueblo, de un barrio o de una comunidad. En este mundo contemporáneo atrapado por la fascinación hacia el capital y sus atractivos objetos de consumo, la Historia como disciplina ha dejado de ser interesante. De allí que sus pocos cultores -necesarios para cualquier sociedad- deban ser reconocidos porque guardan y comunican nuestro bien más preciado, la memoria.
Falleció hace pocos días la historiadora del arte Teresa Gisbert, boliviana. Pero quedará entre nosotros la latencia de su discurso histórico en decenas de artículos, ensayos y libros en los que ella intentó disolver la idea de la discontinuidad histórica entre la América indígena y aquella española implantada a partir del siglo XVI.
Estudió al cansancio la pervivencia de signos, símbolos y creencias indígenas a través de la cultura material predominante y aquella poco observada hasta entonces, en templos y cuadros, cajas o marcos, keros o vasos sagrados, objetos en los que perduraría su existencia –a pesar de todo- durante los siglos coloniales. Voces de resistencia conscientes e inconscientes que ella intentó revelar a lo largo de su vida académica. “Iconografía y mitos indígenas en el arte” o “El paraíso de los pájaros parlantes”, son obras que resumen su visión antropológica del arte colonial en los Andes.
Alejado de esta visión del mundo y de esta temporalidad, Juan Castro y Velázquez, historiador del arte ecuatoriano, también nos deja. Anclado más bien en el dandismo del cambio de siglo, él mismo se reconvirtió a los personajes que iba conociendo y estudiando. Posó sus ojos y estudios en pintores de la modernidad guayaquileña como Manuel Rendón Seminario, activó la escena guayaquileña desde la dirección de la Pinacoteca del Museo del Banco Central del Ecuador y un sinnúmero de exhibiciones de arte contemporáneo e histórico que él curó, como la de Judith Gutiérrez a quien introdujo a l mundo de las artes ecuatorianas o la de los militares ingleses en Ecuador. Fue clave para la creación de Arte Factoría, un grupo de artistas guayaquileños en la actualidad reconocidos como la punta de lanza del nuevo arte en el país. Catalogar, al menos catalogar lo que tenemos, fue su lema, en un país en el que la investigación y el debate eran aún raras avis.
Con ambos historiadores compartí momentos inolvidables desde los años 70 en que nos conocimos por diversas circunstancias; con ambos soñé en construir nuestras aún débiles historias del arte, en curar exhibiciones para dotar de significación a los objetos y comunicar al mundo nuestras desconocidas existencias. Les echaremos de menos, pero dejan una huella que supera su propia existencia humana.