¡Desplazados, refugiados, asilados, deportados! El nombre importa poco cuando se trata de describir a seres humanos que, tocados por la tragedia, abandonan el lugar en el que nacieron o en el que hicieron su hogar, para buscar, en ajenos y lejanos lares, la seguridad y el asilo perdidos en su propia casa. Lo que no pudo conseguir la tragedia de miles de víctimas que se durmieron “en el lecho del mar”, lo alcanzó la fotografía de un niño inocente depositado por las olas en lejanas y engañosas playas devenidas en sepulcro definitivo de sueños rotos y vidas injustamente truncas.
El mundo se estremeció y, en Europa, despertaron los políticos, inspirados por la visión de una mujer que está escribiendo la historia con grandes letras: Ángela Merkel. ¡Ya era hora!
El filósofo belga De Smet afirma que estamos viviendo “la crisis humanitaria más grave después de la Segunda Guerra Mundial”. La ONU informa que, en 2014, existían más de 60 millones de personas forzadas a abandonar su hogar. El mar Mediterráneo que separa la geografía de la pobreza y la violencia -África y Oriente Medio- de la ilusoria geografía de la esperanza y de la paz -Europa, en su conjunto- es el escenario más visible de este drama humano.
Para la Unión Europea, el problema no es de fácil solución, pero sus complejidades empiezan a ser consideradas no como una excusa para la inacción sino como un estímulo para la urgencia. Un régimen común y generoso de asilo, mediante cuotas repartidas entre todos los estados miembros, empieza a ser diseñado de manera realista.
La Unión Europea debe servir para algo más que evitar la guerra entre los países miembros, se ha reclamado; y el eco está resonando como un trueno de advertencia. En Europa, como en todas partes, los hombres, lamentablemente, no admiten el cambio sino cuando este se convierte en una necesidad y no ven la necesidad sino cuando viven la crisis.
De todas maneras, mientras resulta cada vez más difícil articular la lucha contra el fanatismo y la violencia que originan las guerras y contra la pobreza que da lugar a la desesperanza, por lo menos parecería que el mundo se estuviera despertando a la realidad de las migraciones y a la necesidad de dar una solución urgente y solidaria a ese problema.
Pero no en todas partes, penosamente. Mientras Europa abre tímidamente los ojos, en nuestra América de la esperanza, en la frontera de nuestras hermanas Venezuela y Colombia, la irresponsable ceguera de un gobernante que ha empobrecido a su propio pueblo, protagoniza otro drama humano. Y ni los gobiernos hipócritas de esta América Latina ni sus instituciones internacionales han abierto los ojos a esa realidad. Por complicidades ideológicas o timideces políticas han guardado silencio y anulado la solidaridad. ¡Qué vergonzosa actitud de antihumanismo!