Construir un edificio ha implicado un doble compromiso: cerrar los ambientes volviéndolos seguros y funcionales y, al mismo tiempo, abrirlos a la vista, al paisaje y al sol.
El uso del vidrio fue la única solución durante mucho tiempo. Pero tenía sus limitantes: la poca luz (longitud) que podía cubrir, su fragilidad, su poca maleabilidad…
La tecnología se encargó de encontrar sus sustitutos: los polímeros, que no son sino plásticos. Primero fue la fibra de vidrio; luego llegaron los acrílicos, el PVC, los policarbonatos, los polietilenos, el PET…
Todos son muy dúctiles y maleables. Y han permitido el desarrollo de estructuras audaces.
Los policarbonatos son cada vez más comunes y revolucionarios. Hay de muchas clases y para casi todos los usos: desde para cubrir domos y cúpulas de 50 y más metros de luz, hasta para los cascos antibalas de los policías y las ventanas de los aviones.
Sus cualidades físico-químicas los vuelven ideales para todo tipo de cubiertas. Pero también sirven en recubrimientos de fachadas, pues pueden ser termoformados y curvados en frío (burbujas). Un policarbonato de más de 8 mm de espesor es irrompible.
Lamentablemente, solo el 3% de los 300 millones de toneladas que se generan anualmente es reciclado, lo que genera un grave problema de contaminación, pues este material necesita 1 000 años para degradarse.
No obstante, los científicos no descansan y en Harvard ya han creado el shrilk, un bioplástico degradable y reutilizable elaborado con las cáscaras desechadas de camarones y otros crustáceos.
Está en su fase experimental pero servirá, por ejemplo, para hacer objetos de gran tamaño en 3D y con formas complejas, entre otras maravillas.