El impuesto al valor agregado (IVA) es pagado siempre por el consumidor final. Foto: Archivo El Comercio
Alguna vez Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, dijo: “Lo mejor es no teorizar, porque enseguida aparecen ejemplos ilustres que lo contradicen a uno”.
Posiblemente es así. Pero, claro, el ejercicio no puede soslayarse. Hay que tratar de entender estas realidades complejas y llegar -ojalá- a conclusiones que permitan definir mejores políticas por el bienestar general.
En el país, las discusiones respecto de la política impositiva han abordado, entre otros aspectos, lo relativo al mejor ‘manejo’ del denominado impuesto al valor agregado, IVA. Esto, en un escenario del aumento esperado de impuestos y la eliminación de exenciones y subsidios, cuyo objetivo es corregir la brecha fiscal, en una posición coyuntural muy difícil.
El IVA es pagado siempre por el consumidor final. Las empresas deducen el impuesto cancelado en las distintas etapas de la cadena de valor. Desde Keynes, la preocupación esencial de los hacedores de políticas económicas confrontados a los defectos del funcionamiento espontáneo de los mercados -los mercados no trabajan como lo sugieren los textos clásicos-, pasó a ser la definición de la mejor regulación anticíclica, vale decir, de políticas que impidan el sobrecalentamiento o la recesión de las economías.
En Ecuador, en el caso del IVA, algunos economistas estiman que incluso en la etapa crítica por la que atraviesa la economía, dolarizada desde el año 2000, su aumento podría ser deseable para el logro de equilibrios macroeconómicos básicos (fiscal, externo). En el marco de una reforma tributaria prevista para finales de año, se ha especulado que los encargados de la gestión económica evaluarían un incremento del IVA, del 12% al 15%. No ha existido información oficial detallada al respecto.
Sin embargo, sí hay señalamientos claros en el sentido de que sería inconveniente proceder a una disminución de la tasa IVA para superar, en lo posible, las tendencias contractivas presentes en la coyuntura.
La propuesta del Foro de Economía y Finanzas Públicas (FEFP) se inscribía en el marco de un programa global, por la reactivación progresiva, que debía ponerse en práctica de partida.
El objetivo anticrisis se alcanzaría, junto a varias acciones de política debidamente integradas, con una disminución moderada del IVA, en el marco de una reforma tributaria integral que afinaría la carga impositiva general. La baja del IVA favorecería el consumo y la producción, al estimular la demanda, variable clave de la reproducción del sistema.
La inconveniencia de una disminución del IVA fue discutida en un trabajo de Augusto de la Torre, publicado en este Diario el 14 de abril. Anota, de partida, que la fuerte restricción de las cuentas públicas sería un serio impedimento para proceder a esa baja. Señala que en un país de costos altos, la medida estimularía las importaciones, que han crecido muy rápidamente. En una economía dolarizada, también tendría consecuencias negativas sobre las cuentas externas y el sistema monetario, cuya única fuente de alimentación es el ingreso de divisas por exportaciones e inversiones externas. La salida de divisas por importaciones generaría otros efectos, la baja del crédito bancario, por ejemplo, lo que perturbaría las posibilidades de una eventual reactivación.
Disminuir la tasa IVA, según el autor del trabajo, agravaría el estancamiento de la economía. Esto no es compartido por el FEFP, que sobre todo cuestiona su posible aumento. Recuérdese que la Carta de Intención del Ecuador al FMI establece en el numeral 12 de la Tabla 2 anexa a la Carta, que en octubre de 2019 se sometería a la aprobación de la Asamblea Nacional una reforma tributaria “destinada a mejorar la recaudación de ingresos… pasando de los impuestos directos a los indirectos, y reduciendo las exenciones y el trato preferencial”. El IVA es un impuesto indirecto.
La coyuntura obliga, así, a examinar -por elemental previsión- otros posibles efectos, vista la debilidad económica y las bajas expectativas de los agentes productivos.
En efecto, como en el caso de una orquesta sinfónica, lo ideal habría sido que el director, como ocurre -en el caso de la economía, un plan global, vale decir, un conjunto de políticas agrupadas en un esquema integrado por la recuperación- coordine los instrumentos que concurren en la obra, su afinación y armonía. Esto fue postergado, desafortunadamente, al priorizarse lo político, entre 2017 y 2019.
Como en otras experiencias, el aumento del IVA en contextos de expectativas negativas, genera varias preocupaciones. A corto plazo, perjudicaría sobre todo a los consumidores de rentas medias y bajas.
El IVA es un impuesto que, en términos relativos, modera su peso a medida que aumenta el ingreso, por lo que podría preverse que, aplicado cualquier aumento, los segmentos con mayor poder adquisitivo podrían destinar, céteris paribus, más dinero al ahorro.
De manera paralela, cabría esperar que el incremento del IVA se traslade integralmente a los precios. Es previsible, pues, una disminución de la renta real en el caso de muchas familias, lo que frenaría el consumo, justamente cuando se requiere su despegue.
El posible aumento influiría -de hecho- sobre las decisiones de gasto en ciertos bienes y, como se ha señalado, en el ahorro de los hogares. También de las empresas: en estas, en particular en la propensión hacia ciertas inversiones en reconversión y tecnología.
El alza de la tasa IVA afectaría de manera más aguda a los autónomos y pequeños empresarios, que para no perder posibilidades de negocio no trasladarían el incremento en sus precios de venta al consumidor. No obstante, todas las actividades serían afectadas, pues medidas de este tipo no suelen moderarse vía disminución de la tasa de margen. Hay ejemplos al respecto.
Incluso en el supuesto de que habría espacio para su aumento sin afectar las expectativas de una eventual reactivación hacia el 2021, ciertamente mínima, el deterioro del consumo en el muy corto plazo sería importante, parece, por los “antecedentes”: pérdida histórica de empleos adecuados, serios desajustes en el mercado del trabajo, evolución de los precios, alta concentración del ingreso, pobreza, etc.
El comportamiento de los precios, su tendencia a la baja, no se asimila en el último período a una “desinflación positiva” sino al reacomodo de variables clave, debido a la crisis. La mesa, definitivamente, “no estuvo servida”: en ese contexto, definir objetivos y prioridades era esencial para enfrentar el posible mayor deterioro.
Otra dificultad es la relativa a los plazos previstos para la adopción de un aumento IVA. Los encargados de la gestión económica y del propio programa FMI prevén, como se ha visto, definiciones solo hacia finales de año. Las expectativas y la incertidumbre tenderían a aumentar en ese lapso.
El IVA, por cierto, no grava el ahorro y la inversión, puesto que no afecta el precio relativo entre consumo presente y futuro. Es, en este sentido, “neutro” respecto del crecimiento económico de largo plazo. Sin embargo, al prevalecer tendencias coyunturales recesivas, confirmadas en las propias previsiones del FMI hasta 2021 y expectativas deterioradas, no parece admisible un aumento de la tasa fijada.
¿No sería, en consecuencia, anticíclica, una racionalización impositiva a la baja en el marco de programa integrado en diversos frentes? ¿Es la baja moderada del IVA, sugerida por el FEFP, un real estrangulamiento del deterioro fiscal? ¿Hay opciones?
Disponiendo de alternativas para reducir el déficit y facilitar cierta reactivación –subir los impuestos o reducir el gasto– hay márgenes por el lado de la disminución del gasto. No es necesariamente cierto que reducir el gasto sea igual de contractivo que aumentar impuestos (o mantenerlos en contextos recesivos): si se definen prioridades, lo primero podría liberar recursos para fines y agentes productivos.
En fin, frente al alza de impuestos en coyunturas difíciles, o a mantenerlos en niveles incompatibles con las tendencias de la coyuntura, se ha alertado siempre sobre el peligro de una mayor contracción económica si se adopta el camino “fácil” de subir impuestos (o, una vez más, mantenerlos en un nivel inconciliable con expectativas futuras), en lugar de recortar el gasto público.
Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, apoyado en varias investigaciones, señalaba que “la consolidación fiscal debe centrarse más en un recorte de gastos y menos en subir impuestos”. En su opinión, las políticas que han ido en dirección opuesta “son la razón por la que algunos países no (ven aún) los beneficios y sus economías siguen en recesión”.
Como en el ejemplo de la orquesta, cada instrumento debe cumplir su propio papel sinfónico. En este caso –es, en definitiva, la propuesta del Foro de Economía y Finanzas Públicas– , debía haber –y esa posibilidad aún existe– una armonía total: macro y microeconómica, global y sectorial, vínculos y relaciones técnicas subyacentes, identificación de riesgos de desequilibrios potenciales, acciones preventivas, etc., reunidas en un plan anticrisis y en las correspondientes acciones.
En el contexto, debe explorarse escenarios complementarios y, una vez más, integrados. La política impositiva y los tipos de impuesto han de definirse en función de objetivos macroeconómicos óptimos, evitando la regresividad impositiva, la baja productividad pública y el carácter procíclico de la alternativa, que puede darse de formas diversas.
Los equilibrios fiscales no deben hacerse a costa del crecimiento económico. Las expectativas positivas responden a procesos y medidas definidas con rigurosidad y bajo marcos institucionales correctos.
*Doctor en Economía y consultor