Una de las frases más repetidas, sobre todo en épocas de crisis, es esta: para reactivar la economía y generar empleo es fundamental que haya crecimiento económico.
Crecer es el objetivo número uno de los gobiernos, que se pasan diseñando planes que aumenten la producción, el consumo y la inversión, para así reducir la pobreza y engrosar la famosa clase media.
Los países que no crecen son marginados a los últimos lugares en las listas de evaluación global que hacen entes como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial.
Pero ahora se sabe que el crecimiento no es suficiente para lograr el bienestar de una población, aunque también se conoce que sin crecimiento no se puede crear riqueza, construir escuelas o reducir la pobreza.
Entonces, ¿crecer o no crecer? En los últimos años ha ganado protagonismo un movimiento que cuestiona el crecimiento, mejor dicho, la forma cómo los países están concibiendo la generación de riqueza, muchas veces con altos costos ambientales y sociales.
Hay quienes abogan por el decrecimiento para corregir el rumbo que está siguiendo la humanidad y que la puede llevar al colapso por el calentamiento del planeta. Y esto último también está muy relacionado con la forma de producir y de consumir de la gente, que impulsan el crecimiento.
Algunos economistas creen que es imposible desvincular el crecimiento económico de su impacto negativo en el medioambiente; se destacan quienes están en el movimiento de decrecimiento.
Un artículo de Daniel Merino y Gemma Ware, publicado el mes pasado en el portal The Conversation, reseña que el término decrecimiento fue acuñado por primera vez en la década de 1970, por un grupo de pensadores en Francia que creían que el mundo necesitaba alejarse de la preocupación por el crecimiento económico.
Los autores dicen que, desde entonces, estas ideas han seguido ganando terreno, al igual que otras que quieren alejarse del uso del producto interno bruto (PIB) como una medida del progreso económico.
Hay que recordar que el indicador estrella en economía, el PIB, ha reinado en el mundo por cerca de 90 años, aunque su aporte se limita a valorar la producción de bienes y servicios de un país durante un período determinado, por lo general de un año.
Su origen se remonta a la Gran Depresión en Estados Unidos, en los años 30, cuando no había muchos indicadores que permitieran entender la crisis para hallar una solución.
Para salir de una recesión se necesita que la economía crezca, lo cual demandaba de un termómetro para medir ese crecimiento. Eso fue posible gracias al PIB, cuyo mentalizador fue Simon Kuznets, un economista de la Universidad de Harvard, quien ganó el Premio Nobel en 1971.
En la actualidad, el PIB tiene detractores y algunos se han unido al movimiento del decrecimiento, básicamente para evidenciar el daño ambiental que ocasiona un modelo capitalista, basado en la sobreexplotación de los recursos.
En enero pasado, la Agencia Europea de Medioambiente cuestionó si era posible desvincular completamente el crecimiento económico de las presiones ambientales. Dijo que “las sociedades deben repensar lo que se entiende por crecimiento y progreso” y que las alternativas de poscrecimiento y decrecimiento ofrecen “conocimientos valiosos”.
Sam Alexander, un defensor del decrecimiento e investigador del Melbourne Sustainable Society Institute, de la Universidad de Melbourne, en Australia, explicó a The Conversation que el decrecimiento es “un nuevo modelo social o económico basado en la contracción planificada de las demandas de energía y recursos de nuestras economías, de una manera que mejore las condiciones ecológicas y garantice que todos tengan lo suficiente para vivir bien”.
Pero Alexander dice que esto no significa que vayamos a vivir en cuevas y con velas. Más bien, para las personas de los países más ricos del mundo podría implicar conducir menos, repensar las dietas, viajar menos y vivir en casas más pequeñas. “Podemos vivir bien con menos, pero es necesario repensar las culturas de consumo de alto impacto”.
Lorenzo Fioramonti, catedrático de Economía Política de la Universidad de Pretoria, explica que si un país preserva espacios abiertos como parques y reservas naturales no ve reflejado ese beneficio en su desempeño económico. Pero si los privatiza, comercializando los recursos que contienen y cobrando tarifas a los usuarios, entonces crece el PIB.
En una entrevista publicada por el diario El País en 2013, Serge Latouche, precursor de la teoría del decrecimiento, abogó por una sociedad que produzca menos y consuma menos, ya que es la única manera de frenar el deterioro del medioambiente, que amenaza el futuro de la humanidad.
“Es necesaria una revolución. Pero eso no quiere decir que haya que masacrar y colgar a gente. Hace falta un cambio radical de orientación”.
En su libro ‘La sociedad de la abundancia frugal’, dice que hay que aspirar a una mejor calidad de vida y no a un crecimiento ilimitado del PIB. No se trata de abogar por el crecimiento negativo, sino por un reordenamiento de prioridades. “La apuesta por el decrecimiento es la apuesta por la salida de la sociedad de consumo”.