El poder indio construyó Quito

Santo Domingo. En este fresco consta el único retrato de un constructor del s. XVII: Sebastián D’Avila, quien aparece con golilla y el típico compás.

Si hay un secreto que no vale la pena mantener por más tiempo, ese es el relacionado con la vida de los edificios coloniales de Quito. Detrás de cada piedra hay historias y nombres de personas que hicieron posible que, como dice un verso del himno a Quito, se levante esta “ciudad española en el Ande”, la misma que no solo fue soñada por el incario, sino que fue construida por las manos de sus hijos.
La historiadora del arte Susan V. Webster es la promotora de esta idea de quitar el velo a las cientos o miles de historias mínimas que conforman la Historia con mayúscula de la capital, y por ello se dedicó 12 años a investigar quiénes fueron los artífices de este sitio bautizado como San Francisco de Quito, al que muchos urbanistas de siglos pasados y también contemporáneos han calificado de una ciudad muy española en su estética, en contraste con Arequipa o Potosí, donde la arquitectura se revelaba mestiza.
Algunos de los hacedores de Quito provenían de la parroquia de San Roque, otros de la de San Blas y otros de lo que hoy se conoce como La Vicentina, entre los principales; todos descendientes de una estirpe de canteros y escultores, que devinieron en maestros mayores y oficiales albañiles.
Como la investigadora estadounidense tiene cuidado en resaltar -tanto en su libro (‘Quito, ciudad de maestros. Arquitectos, edificios y urbanismo en el largo siglo XVII) como cuando recorre entusiasmada las calles del Centro Histórico para explicar sus hipótesis- la importancia del aporte indígena en la construcción de la ciudad no se puede evidenciar en factores estéticos (pues construían imitando, con un rigor perfeccionista, las figuras de tratados arquitectónicos españoles o italianos del s. XVI) sino en la capacidad de los maestros mayores de reunir a las personas y los materiales para levantar edificios monumentales, “ahí está la fuerza, el poder, la importancia y la autoridad que ellos tenían”.
La recomendación de Webster es que cuando volvamos al Centro Histórico y nos paremos frente a una portada cuyas piedras fueron preciosamente talladas, tratemos de imaginar cómo era la gente que la construyó, acercarnos a los maestros de ascendencia inca, principalmente, que participaron de esas construcciones.
Como los de San Roque, que conformaban una especie de séquito del auqui Francisco Topatauchi Inca, hijo de Atahualpa; todo un grupo incásico compuesto por familias extendidas, “que seguían practicando la cantería y la albañilería, y pasaron los oficios de padre a hijo”. De muchos de ellos se conoce lo que quedó registrado en contratos.
“Para haçer la yglesia y Capilla de san jua(n) de letran (...) conforme el ttrazado que tienen hecho (...) haziendo un arco toral y portada a la plaça (...) y un campanario (...) todo de todo punto y puesto en toda perfección”, decía una parte del contrato que firmaron los albañiles indios Diego Ventura de Santiago y Juan Ventura, padre e hijo, respectivamente, con el mercedario Marcos Guerra, en 1609. Y cumplieron, sin dilaciones, con maestría. Compruébelo: párese en la esquina de la Cuenca y Chile y vea esa sencilla fachada construida hace cuatro siglos, intacta.
Los Ventura “se encargaron tanto del diseño de la capilla como de la provisión, supervisión, alimentación y pago de su propio equipo de oficiales indígenas”, asegura Webster en su libro. En esta publicación se recogen varios nombres de importantes maestros mayores (como Mauricio Suárez, Blas Simbaña o Pascual Rojas, el mismísimo Francisco Cantuña) que tenían el control y el poder en la rama de la construcción, pues a su autoridad hay que añadir que no existen registros hasta muy tarde en la Colonia de que los albañiles hayan estado agremiados y eran los gremios los que pagaban impuestos a la Corona española.
Así quizá se pueda explicar también su prosperidad económica. Un ejemplo fue Cantuña, quien gracias a su oficio de herrero y fundidor pasó a tener buenas posibilidades económicas (tanto que fue donante de la capilla de la Virgen de los Dolores, hoy conocida como Capilla de Cantuña); los Ventura compraban casas; otros como Francisco Tipán (hizo el retablo mayor de la Compañía de Jesús, destruido en el terremoto de 1698) fueron el ejemplo de “la movilidad social y sociopolítica” a la que tendían algunos indígenas de la época, pues llegó a tener el título de arquitecto.
Con su investigación, Webster abrió una puerta para apreciar otro tipo de belleza en el Casco Colonial: la de la historia contenida detrás de cada muro, de cada puerta, de cada reja... una historia que habla de logros, de sensibilidad, de prosperidad. Un relato que contradice, con pruebas, las versiones que solo cuentan la parte lastimera y nos devuelve a quienes vivimos en esta ciudad el retrato de unos indios que haciendo uso de su poder y su habilidad construyeron el Quito colonial.