Hay piernas por todos lados. Un pie frío de resina reposa sobre una mesa. Una pantorrilla, atada a un zapato, aguarda en el suelo. Y un muslo de plástico está listo para un baño de pintura, tono piel artificial.
Ese alboroto de piezas metálicas y restos de fibra de vidrio es el lugar de trabajo de Eddi Burgos. Desde hace dos años y medio, este tecnólogo médico labora en el taller de Órtesis y Prótesis del Hospital Abel Gilbert Pontón, en Guayaquil.
Con paciencia talla plantillas, prótesis y férulas que devuelven las ganas de vivir. Su trabajo dibuja sonrisas en niños y adultos que han perdido alguna de sus extremidades o que padecen discapacidad física.
“Me motiva poder devolverles el ánimo. Una discapacidad no es motivo para aislarse; es un impulso para seguir”. Entonces deja correr su silla de ruedas por el taller para ajustar una de las prótesis.
Eddi, de 47 años, no puede mover sus piernas. En 1987, el síndrome de Guillain-Barré lo dejó postrado en una cama. “Fue de repente, como una gripe -recuerda-. Solo podía mover la cabeza”. Este trastorno neurológico hace que el sistema inmunitario ataque al sistema nervioso periférico. Sus músculos se paralizaron y quedó tetrapléjico. Pero su perseverancia lo llevó a graduarse de tecnólogo médico. Ahora, con su labor, muchos pueden volver a caminar sin dificultad.
La prótesis que ajustó el pasado miércoles era de Ivancito, un vivaz niño de 7 años. Cuando acababa de cumplir su primer año, un incendio cambió la vida de pequeño. Sufrió graves quemaduras y debieron amputarle la pierna derecha, justo debajo de la rodilla.
Las cicatrices recorren su cuerpo, pero su enorme sonrisa las hace invisibles. Cuando Invancito ve a Eddi, sonríe. Su amigo del taller de prótesis le coloca con sutileza la pierna de plástico con la que mete los goles en la escuela. Lo ve caminar con naturalidad por las paralelas del área de Rehabilitación.
Eddi es parte de las 11 personas con discapacidad que laboran en Fisiatría y Rehabilitación del Hospital Abel Gilbert. Para ellos no existen limitaciones físicas. Con su esfuerzo y trato amable aportan a la recuperación de personas con parálisis parciales o totales, atrofias musculares, fracturas, etc.
Rogelio Bravo, de 25 años, toma con cautela unas compresas térmicas. Uniformado con un pulcro mandil se dirige a la camilla de un paciente con dolores lumbares. El joven tiene un 80% de discapacidad intelectual, producto de una parálisis cerebral infantil. El diagnóstico no impidió que culminara su educación especial hasta convertirse en auxiliar de apoyo, como cuenta su madre Norma Bolaños. “Ganó un concurso para obtener este empleo”.
Un poco cerca, la fisiatra Elena Alcívar inclina su cabeza hacia la derecha para oír a una paciente. Lo hace porque casi no distingue los sonidos con su oído izquierdo. Esa discapacidad auditiva tampoco es un freno para su trabajo, como no lo es para Jorge Freire y Polo Carabajo. Junto a un grupo de camillas, ambos mantienen una intensa conversación, solo con sus manos.
Los dos tienen 56 años, son sordomudos y en 1982, en el gobierno de Oswaldo Hurtado, obtuvieron el título de auxiliares de Rehabilitación, en la Universidad Central. Desde entonces ayudan a la recuperación de pacientes con diferentes dolencias.
La supervisión de su oficio está a cargo de la fisioterapista María de Lourdes Cevallos. “La limitación es mental. Hay mucha gente que está completa y no hace nada bueno por la vida”. Y lo dice con convicción.
Ella padece un glaucoma congénito; nunca pudo ver con su ojo derecho. “A mis padres les dijeron que con dificultad terminaría la secundaria. Hoy tengo dos títulos: soy licenciada en Rehabilitación y tecnóloga en Órtesis y Prótesis”.
Su colega Lucía Moreno tampoco se deja vencer por las dificultades. El maquillaje que usa oculta una ligera deformidad en su rostro. Es consecuencia del síndrome Parry-Romberg, un mal congénito que le causó una hemiatrofia facial, a más de inestabilidad del sistema inmune y ligeros problemas cardiacos. E n ocasiones la enfermedad la debilita, pero se sobrepone para atender a parte de los 240 pacientes que pasan por esta sala cada día. “Aquí han llegado personas con parálisis por infartos cerebrales y los hemos visto salir caminando, recuperando su independencia. Esa es la mejor recompensa a nuestro trabajo”.
En contexto. Más de 1 000 millones de personas viven con algún tipo de discapacidad en el mundo. El Informe Mundial sobre la Discapacidad revela que la tasa de empleo para ellos es de 37%, mientras que para quienes no padecen ninguna discapacidad supera el 48%.