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La democracia es el único sistema político en el cual el poder se legitima a través de un acto ético: el voto. Cada ciudadano atribuye poder al gobernante. Cada ciudadano es quien decide el país que quiere y el rostro político que le gusta. Es el hombre común quien, presuntamente, marca el camino.
La pandemia, -su capacidad de contagio, su persistencia y las mutaciones del coronavirus- más allá del enorme dolor y del desafío sanitario que plantea, genera nuevas exigencias sociales, diferentes comportamientos, nuevas pautas y expectativas. Ocurre que la fuerza mayor extraordinaria y universal, ha descolocado a buena parte de las estructuras económicas, jurídicas y políticas, que, antes de marzo de 2020, parecían inamovibles. O que, al menos, se pensaban construidas para largo tiempo. Pocos meses han sido suficientes para que aquellos supuestos queden en grave entredicho.
Martín Fierro, el gaucho, decía: “Muchas cosas pierde el hombre/ que a veces las vuelve a hallar/ pero les debo enseñar/ y es bueno que lo recuerden/ si la vergüenza se pierde/ jamás se vuelve a encontrar”.
Tenía la impresión, incluso la certeza, de que el Estado no era una entidad funcional, útil, a la sociedad ni a las personas; que se había transformado en un armatoste ineficiente, enredado en sus propias contradicciones, condicionado a intereses de partidos y grupos; lento en la comprensión de los fenómenos que nos apremian, miope frente a las necesidades que genera la vida. La pandemia, la fuerza mayor extraordinaria, planetaria que vivimos, agudizó la evidencia de la caducidad de muchas instituciones públicas y de las prácticas políticas en que seguimos anclados. Hoy, enfrentamos nuevas realidades con instrumentos arcaicos, conceptos del siglo XIX, y liderazgos cuyas lógicas operan mirando al retrovisor.
Sí, todo era posible hasta marzo del 2020. El mundo estaba al alcance de la mano. No existían fronteras. Los portentos de la ciencia y la tecnología habían equiparado a los hombres con Dios, y empezaba a hablarse del triunfo sobre la vejez y la muerte, según anunció Yubal Noah Harari, en ‘Homo Deus’. Estábamos embarcados en la velocidad; la vida era una carrera; la competencia era el signo; la historia, algo que veíamos pasar a cientos de kilómetros por hora, desde la ventanilla de la soberbia. Así estábamos
Las circunstancias, inevitablemente, nos inducen a la tristeza y propician la agonía de una forma de vivir. La incertidumbre se acentúa en estos días. La pandemia hizo lo suyo: nos cerró las puertas de la casa y los espacios para cultivar la esperanza. Golpeó a la convivencia, arruinó la confianza y llenó de temores a los mínimos actos de la vida. Ir de compras o salir al parque se transformaron en dramas llenos de acechanzas. La escuela se saturó de angustias y los trabajos se convirtieron en destinos inestables.
En la sociedad de masas -donde impera la multitud y sus comportamientos- la democracia, imaginada por los liberales del siglo XVIII para comunidades más bien pequeñas y con elites ilustradas, ha derivado hacia dos fenómenos incompatibles con la República: (i) el populismo, y, (ii) el electoralismo. Ambos afectan a aspectos sustanciales del sistema, minan las instituciones y el Estado de Derecho, entendido como un régimen de controles y chequeos, bajo leyes estables que prevalecen sobre el poder coyuntural.
Arthur, como tantos otros perros callejeros, seguramente fue un animal huérfano de casa y cariño, pero tuvo la fortuna de encontrarse en el recodo del sendero, en un descampado de la ruta, con los aventureros de Huairasinchi. Siguió a su instinto de supervivencia, se metió entre los suecos, conquistó su afecto, se lanzó al río tras el kayak, y persistió en el empeño por convertirse en su mascota. Lo logró y se fue a Suecia.
Quito, un sitio para vivir, un balcón con geranios, una tarde tranquila, una mañana gloriosa. El señorío de la Plaza Grande, la sombra de los portales, el barroco de la Compañía, la plenitud empedrada de San Francisco, una cuesta con los balcones floridos y las ventanas curiosas, la gente que fue amable, el canillita que se extinguió, y el recuerdo del horizonte limpio, sin la brutalidad del cemento ni el veneno del smog, sin la depredación de las multitudes.
Se ha extendido la idea de que el Estado no puede perder los juicios, que demandar al Estado es malo, antipatriótico, lesivo al interés nacional, etc. Prospera la idea de que las acciones del poder están protegidas por un blindaje impenetrable. Los argumentos en torno a semejantes teorías abundan, y se vinculan con el prejuicio de que defender el interés particular es una especie de pecado social y político. La confusión que reina en esta materia es universal, y dañina para los derechos, la libertad y la democracia.
En octubre del 2019, Quito sufrió el embate de la furia. Furia calculada. Furia que agredió, intimidó, conspiró contra los derechos de las personas, atacó los edificios públicos, a la policía, a periodistas y a la gente común, que miró atónita hasta dónde puede llegar el fanatismo, y cómo se puede hacer de la bucólica “isla de paz”, campo de ensayo de tácticas incendiarias como método de acción política.
Empiezo a preguntarme, ¿para qué sirve el Estado? ¿Es una entidad fallida que ha abdicado de sus tareas y está perdiendo sentido? ¿La política, es una actividad que sirve solamente a los intereses de los grupos políticos?¿Vale la pena mantener intocado ese enorme armatoste que legisla, administra, juzga y controla tarde, mal o nunca?
La pandemia ha provocado la caducidad de numerosas normas, incluso de varios principios que han inspirado a las leyes. En lo laboral más intensamente se aprecia este fenómeno; hay que pensar en referentes distintos, cambios sustanciales.
Silencioso e inmutable, testigo de piedra, proclama contra los abusos, memoria imposible de borrar, el libro es, quizá, la más importante invención de la humanidad. Refugio de las ideas y partida bautismal de los derechos. Además, es un recurso esencial que le queda a alguna gente para llenar sus horas, afianzar sus convicciones, estudiar, comprender o, simplemente, disfrutar más allá de la coyuntura.
Mientras en las repúblicas democráticas, la sociedad, los partidos, las elites y los intelectuales se esfuerzan por encontrarle justificación al poder, por dotarle de legitimidad, y por explicar, con alguna dosis de ética y racionalidad, el derecho a mandar y la obligación de obedecer, en los estados revolucionarios y en las dictaduras que los gobiernan, la preocupación por la legitimidad desaparece del escenario público, y se transforma en atributo privado, personal e intransferible del caudillo y del grupo militante. El derecho pasa al patrimonio de los dictadores, y la relación con los gobernados se transforma en servidumbre.
Al populismo no le interesan las instituciones. Al contrario, le estorban, entorpecen el ejercicio del poder del caudillo y su grupo, condicionan sus decisiones, someten sus proyectos y caprichos a la racionalidad de un sistema legal que protege los derechos y hace posible el ejercicio de las libertades. Por eso, uno de los resultados que deja ese atajo a la democracia y al Estado de Derecho que es el populismo, es la destrucción de las instituciones, y su transformación en una gran mascarada que encubre la voluntad de poder.
La sociedad política está construida sobre una telaraña de hipocresías, discursos vacuos y dogmas. Sin embargo, en ese universo de equívocos, no faltan los iluminados se atreven a decir que la tolerancia es el piso sobre el que se edifica nuestra democracia, que el debate sirve para desentrañar la verdad y conceder al adversario la oportunidad de hablar; sostienen que el “progresismo” es el capítulo supremo de la civilización. Se dice todo eso. Pero, ¿es verdad?
Tema recurrente en la política, la cátedra y el Derecho ha sido el de los valores, esos referentes que guían a las sociedades, producto de la cultura y signo de la civilización. Esos pilares de la ética que racionalizan y ennoblecen la vida y, en el extremo de la retórica, aquello por lo que valdría la pena morir. Se dijo, a su tiempo, que la Constitución de 2008, estaría inspirada en la primacía de los valores. El “neo constitucionalismo” que la inspiró, sería la suma de los principios, el último y más refinado producto de la ética pública y el remedio definitivo a los males de la política. Todo lo demás, se dijo, quedaría como rezago del pasado. Algunos pensaron que con los papeles de Montecristi, había llegado la plenitud de los valores, la panacea de los males y el anuncio de nuevas auroras. Habríamos estado, pues, a punto de inaugurar el reino de la justicia, la equidad y la tolerancia.
Es necesario, a veces, reactivar estas preguntas: ¿cuál es la función de la Constitución frente al poder? ¿Es una herramienta para imponer y aplicar una ideología, un “proyecto”, una visión unilateral de la vida? ¿Es un límite? ¿Debe servir como herramienta y arma de la voluntad del poder, o debe ser escudo, refugio y alero para escampar de los actos del inmenso ente interventor que se ha consolidado sobre la sociedad civil? Sobre la retórica declaración de “Estado garantista” , sobre el propio texto constitucional, ha triunfado la tesis de la consolidación de la “autoridad” sobre los individuos y sus derechos. ¿Prospera una visión funcional y utilitaria en beneficio del Estado y en desmedro de los ciudadanos?
Una tesis que ha cobrado protagonismo en estos tiempos dice que para “nivelar” la sociedad, no debería haber “ricos”. La doctrina es que debería desaparecer esa “clase maldita”, que sus bienes se repartan y sus costumbres se deroguen; sus privilegios se transformen en delitos y sus propiedades se confisquen; que sus derechos se cancelen y que todos seamos igualitos. Esto hará que el empleo lo genere el Estado; que los sueldos los pague cualquier ministerio; que la aspiración mayor sea palanquearse un puesto o, como los españoles del franquismo decían, “conseguir un destino”.