Tema recurrente en la política, la cátedra y el Derecho ha sido el de los valores, esos referentes que guían a las sociedades, producto de la cultura y signo de la civilización. Esos pilares de la ética que racionalizan y ennoblecen la vida y, en el extremo de la retórica, aquello por lo que valdría la pena morir. Se dijo, a su tiempo, que la Constitución de 2008, estaría inspirada en la primacía de los valores. El “neo constitucionalismo” que la inspiró, sería la suma de los principios, el último y más refinado producto de la ética pública y el remedio definitivo a los males de la política. Todo lo demás, se dijo, quedaría como rezago del pasado.
Algunos pensaron que con los papeles de Montecristi, había llegado la plenitud de los valores, la panacea de los males y el anuncio de nuevas auroras. Habríamos estado, pues, a punto de inaugurar el reino de la justicia, la equidad y la tolerancia.
Sin embargo, el transcurso del tiempo y el descalabro institucional y moral han confirmado que todo fue una falacia, argucias para blindar al poder, vestuario del autoritarismo. La realidad no fue la poesía que algunos escribieron y describieron en Montecristi; y que las necesidades y las urgencias de caudillos y cortesanos prevalecieron sobre todo.
Más allá de la coyuntura, el tema de fondo es que los valores, su vigencia, su capacidad de formar conductas y construir sociedades, su posibilidad de trascender, son temas que no dependen del texto legal, ni del poema constitucional. Depende de que ellos, efectivamente, nazcan, prosperen e imperen en la gente, en su corazón y en cada familia. Depende de que el común de los mortales crea en ellos, y que haga de ellos un referente concreto en cada gesto de su vida. Depende de que sean parte de la intimidad de cada cual. Por eso, lo de los valores -y todo lo de la ética- es tarea a cargo de las personas y la sociedad y no del Estado ni de la autoridad.
Pregunto, entonces: ¿la democracia es, en verdad, un valor social, o es un acto electoral? ¿Somos tolerantes, creemos en los derechos y los respetamos, militamos por la justicia? ¿La ley sirve más allá del alegato, es un referente o una ficción? ¿Creemos en la norma, o calculamos sobre la norma?
Los valores de los que se apropió el Estado se han pervertido por arte de la política y sus infinitas corruptelas, y ahora son una mentira. Me temo que nuestras creencias sean demasiado precarias.
Me temo, en fin, que desde el reino de la ilusión habrá que volver a aterrizar en la árida realidad y asumir que los valores y principios son tarea que corresponde a cada cual, de modo intransferible, irrevocable, porque “los papeles de Montecristi”, y el gobierno que los auspició, fueron un monumental desmentido a los valores.