La democracia es el único sistema político en el cual el poder se legitima a través de un acto ético: el voto. Cada ciudadano atribuye poder al gobernante. Cada ciudadano es quien decide el país que quiere y el rostro político que le gusta. Es el hombre común quien, presuntamente, marca el camino.
Pero, en democracias como la nuestra, el voto se ha pervertido hasta transformarse en mercancía que se transa en el toma y daca en torno al cual gira la gobernabilidad. El voto es, a veces, el boleto tramposo que se paga para asistir al gran show de la liquidación de las instituciones.
El voto -es decir, la más alta expresión cívica- se ha transformado en factor de corrupción, en número con significación económica. De ese ideal voto del ciudadano, que confiesa sus frustraciones y esperanzas marcando preferencias y tachando antipatías en la mesa electoral, hemos pasado a aquel voto que se compromete con ofertas imposibles, discursos demagógicos y transacciones hipotéticas que podrían liquidar la economía, la sociedad y el destino de la gente.
Los debates que hemos sufrido, saturados de lugares comunes y empobrecidos por propaganda mentirosa e infinitas simplezas, han confirmado la crisis profunda del sistema electoral, entendido como un show, en que predomina la venta de humo, el afán de lucimiento y la pobreza conceptual.
En semejante escenario, me pregunto, ¿cuál es la función del debate, cuál es el sentido de la entrevista, para qué estos eventos que, antes que ilustrar, confunden?
Además, los candidatos, al parecer, no han reparado que el evento electoral que se avecina es extraordinario, no por la calidad de los personajes que concursan, ni por la precaria índole de sus discursos, sino por la particularísima circunstancia de que el 7 de febrero los ciudadanos concurrirán a las urnas arriesgando su seguridad personal y quizá la vida, que deberán poner en riesgo a sus familias por la amenaza cierta de contagios masivos.
Esa circunstancia obliga moralmente a los candidatos a ser sinceros. Les obliga a ser veraces. No pueden ignorar que tienen frente a sí un país cuya tragedia sanitaria es ciertamente dramática y que, en semejante coyuntura, millones de hombres y mujeres saldrán de sus casas a exponerse. No pueden los políticos en escena seguir ofreciendo la salvación nacional a sabiendas de las limitaciones que impone el contagio, la incertidumbre, el desempleo, la inseguridad, que son enormes e innegables.
No he escuchado a ningún candidato una confesión de humildad frente a semejante circunstancia. Al contrario, prevalece la soberbia, el cálculo, y el viejo estilo de hacer política, salvo por la mascarilla que en, algunos casos, encubre por ahora la sonrisa que ha sido siempre el gancho para pescar ingenuos.