Sí, todo era posible hasta marzo del 2020. El mundo estaba al alcance de la mano. No existían fronteras. Los portentos de la ciencia y la tecnología habían equiparado a los hombres con Dios, y empezaba a hablarse del triunfo sobre la vejez y la muerte, según anunció Yubal Noah Harari, en ‘Homo Deus’. Estábamos embarcados en la velocidad; la vida era una carrera; la competencia era el signo; la historia, algo que veíamos pasar a cientos de kilómetros por hora, desde la ventanilla de la soberbia. Así estábamos
De pronto, el mundo se cerró, la ciencia se declaró impotente, las ciudades se vaciaron, la economía se paralizó. Un frenazo. Un golpe que nos puso frente al miedo. El tren se descarriló, cayeron de las estanterías todos los referentes y se torcieron los planes. El mundo libre se vio encerrado. Los gobiernos caducaron y quedó en evidencia la inutilidad de las instituciones y la corrupción que corría torrentosa bajo los puentes. Entonces, de cara frente al espejo de la verdad, fue imposible ocultar la miseria de las conductas, la mediocridad de una sociedad habituada al consumo y el infinito basural en que habíamos convertido al planeta.
Todo era posible, y de pronto, casi nada era posible, salvo refugiarse en las casas y mirar en la televisión el constante reporte de la muerte y los tímidos progresos en torno a la vacuna; salvo hacerle espacio a un poco de esperanza entre el asombro, las teorías conspirativas y la desinformación de las redes. Ahora hay alguna luz. Pero, esta terrible experiencia cuyo fin aún es incierto, nos deja con la dura lección de que hay que descender a la tierra, recoger muchas humildades olvidadas y buscar los valores que se perdieron entre el tráfago, la voracidad y el tumulto.
Concluye el año y nos quedamos con los temores y las cautelas que persisten, y con el reto de que hay que restaurar el tiempo para pensar -ese tiempo al que renunciamos-, hay que examinar nuestras antiguas certezas, nuestras viejas convicciones; hay que mirar lo que viene como una época distinta, y admitir que habrá costumbres que no volverán jamás, que algunas actividades serán, apenas, espacios mínimos en la pantalla del computador; que tanta prisa ha sido inútil; que las ciudades deben plantearse como espacios para vivir y no ser nunca más lugares miserables, repletos de multitudes vociferantes.
Concluye el año. Queda la experiencia de, pese a todo, haber redescubierto nuestras casas como refugios amables, miradores de un mundo tormentoso y aleros para escampar de la tormenta. Queda la necesidad de valorar, otra vez, la intimidad, reivindicar el tiempo como herramienta al servicio de las personas, y el silencio como oportunidad para pensar. Queda el reto de vivir este tiempo a la altura de cada dignidad.