Quito, un sitio para vivir, un balcón con geranios, una tarde tranquila, una mañana gloriosa. El señorío de la Plaza Grande, la sombra de los portales, el barroco de la Compañía, la plenitud empedrada de San Francisco, una cuesta con los balcones floridos y las ventanas curiosas, la gente que fue amable, el canillita que se extinguió, y el recuerdo del horizonte limpio, sin la brutalidad del cemento ni el veneno del smog, sin la depredación de las multitudes.
Ese Quito, la capital, va muriendo entre la incuria y el tumulto, entre el desorden y la inseguridad, ahogada por la burocracia y la politiquería; desconcertada por la ausencia de compromisos y por la abdicación de sus élites, transformadas en grupos de presión, sin militancia ciudadana, ausentes de los grandes temas.
El Quito, que fue la cara de la república, que fue el 2 y el 10 de agosto, el foro de la constitución de 1812, la tierra de Juan Pío Montúfar, Espejo, Manuela Sáenz y las otras Manuelas, del Quiteño Libre y de las Primicias de la Cultura. El de la arquitectura española en los Andes. Ese Quito donde hubo gente que propuso la idea de nación que aún no cuaja, gente que alguna vez pensó en la enorme tarea de hacer país, de unir. Esa ciudad que asumió los riesgos y los dolores de ser la capital de una provincia colonial distante de todo. Quito, en fin, la única ciudad que tiene en el horizonte siete volcanes e ignora sus riesgos, la única ciudad con una portentosa vista a los valles, la única que construyó, en el rincón que dejan los barrancos, una maravilla antigua que se llama Guápulo.
Quito, la que sufrió incendios y destrucción de fanáticos escondidos tras la cobardía de las máscaras. Quito que se quedó sin poder político, sin alcaldía, sin gente que la entienda como espacio vital, como proyecto, como casa qué hay que defender. Ese Quito que se rememora en estos días, ya no es más, no será más, no tendrá posibilidad de salvación, si lo vemos solamente desde la nostalgia y las fotografías, entre suspiros de ocasión.
Quito está de “fiesta”. No, no es fiesta. Es el testimonio de su decadencia, y debería ser la oportunidad para pensar en la dimensión verdadera de la ciudad, de su crisis, y para asumir el reto de promover una distinta capitalidad en un país sin deriva, que aún no tiene clara conciencia de lo que es.
En estos tiempos, la única certeza que nos queda es la de que Quito necesita compromisos serios, conceptos diferentes, y que la minga, esa minga que agoniza sin que nadie repare en ella, debería consistir ahora en la tarea de replantearla desde visiones frescas. En este diciembre incierto y complejo, debería enraizar ese propósito, de lo contrario, no quedará de la ciudad soñada ni el recuerdo que suscita el eco de un pasacalle.