La guerra civil en Siria ha puesto en evidencia un fenómeno definido por algunos analistas como el renacer de la importancia de Rusia en el ámbito internacional.
Cuando el imperio comunista entró en crisis, cayó el muro de Berlín y se fragmentó la Unión Soviética, el mundo observó el nacimiento de un nuevo espíritu en las relaciones internacionales. Se pensó entonces en organizar un nuevo orden en el que la confrontación sería reemplazada por la cooperación, y los problemas globales serían afrontados armoniosamente por la comunidad de naciones. Los aires de democratización empezaron a soplar en Moscú y en los Urales. Los Estados Unidos se presentaban como el mono-poder universal.
Concluidos los gobiernos de Gorvachov y de Yeltsin, surgió en Rusia Vladimir Putin, un joven político experto en temas de seguridad, inteligente y dinámico, trabajador empedernido, que ha ejercido el poder por más de una década, directamente o por interpuesta persona, resuelto a restablecer el brillo de su país. Sus primeras escaramuzas con Washington tuvieron como escenario el Consejo de Seguridad de la ONU, donde el veto no había sido ejercido por varios años. Los grandes temas de Iraq, Medio Oriente y las ex-repúblicas soviéticas volvieron a construir barreras entre Moscú y Washington, a punto que Obama acusó a Moscú de buscar el restablecimiento de la guerra fría.
Putin ha reiterado su opción férreamente autoritaria. Ha conferido nuevo dinamismo a la economía rusa y ejerce un control total en la política interna. Con la bandera de defensa del nacionalismo y valiéndose de la iglesia ortodoxa, ha fortalecido su influencia sobre algunas de las ex-repúblicas soviéticas. Rusia no tiene aún el poder para enfrentarse con los Estados Unidos, ni en lo económico ni en lo militar, pero está maniobrando políticamente con gran habilidad para hacer oír su voz.
Los analistas citan tres ejemplos recientes de la eficacia de la diplomacia rusa: la influencia sobre los países de Europa a los que provee del gas que necesitan su industria y sus ciudades; la fórmula que propuso el inextricable ministro Lavrov en el problema sirio, que ayudó a Obama a salir del atolladero en que se encontraba desde que Asad cruzó la “línea roja” y usó armas químicas, abrió para Asad un espacio de negociación e impidió un inminente ataque militar, presentándose así como la opción por la paz; y el caso de Snowden, exmiembro de la CIA a quien, al conceder asilo, le tiene como fuente de importantes informaciones, simultáneamente sometido a un control para evitar que haga declaraciones incómodas para sus “amigos de Washington”, como públicamente dijera Putin.
Por estas y otras razones, comentaristas de muchas partes del mundo hablan de Putin como el nuevo Zar de Rusia y lo comparan con el tenebroso Rasputin.