La violencia que recientemente azotó al país impresionó a todos, tanto por su nivel de saña y destrucción como por no haber existido precedentes de tan sistemática virulencia. La sorpresa ciudadana pronto se convirtió en indignación y condena. Se exacerbaron los ánimos, se apasionaron los juicios y surgió el fantasma de la división y aún del separatismo. Los únicos que tuvieron plena conciencia de lo que hacían y para qué lo hacían fueron los agitadores que, planificadamente, buscaron crear el caos. Ni siquiera todos quienes participaron en las manifestaciones anticiparon lo que podía suceder y actuaron como masas malévolamente utilizadas por conocidos agitadores, con fines protervos.
La debilidad de nuestra democracia y de las instituciones encargadas de garantizar el orden se pusieron en evidencia. El Ecuador sigue exasperado y resentido y no ha desaparecido el temor de que se produzcan nuevos episodios de vandalismo.
Es hora de poner fin a tal estado de ánimo y recobrar la serenidad. No se trata de renunciar a las aspiraciones personales o de grupos, pero sí de evitar su radicalización. Estamos deslizándonos por una pendiente que podría terminar en una mayor tragedia, lo que convierte en urgente la aplicación de frenos. Para conseguirlo es indispensable desarmar los espíritus, dejar de lado el lenguaje violento, las amenazas, las acusaciones mutuas, las demostraciones de fuerza.
El consenso aparentemente alcanzado para aprobar una ley sobre temas impositivos es un anuncio de cordura. El Gobierno no puede imponer su autoridad, por racionales que sean sus decisiones, en un ambiente de desconfianza. Para reconstruir su autoridad, debe usar el ejercicio honesto del diálogo, abierto a todos y en todas las circunstancias. A su vez, los grupos sociales deben identificarse como parte de un país más grande y complejo y no negar legitimidad a ideas que no coincidan con las suyas. Las aspiraciones de sectores de la población, por legítimas que pudieran ser, no pueden ser planteadas en términos de radical demanda o exigencia, sino acomodadas a la situación crítica que vivimos.
En las actuales circunstancias, todos los ecuatorianos debemos llegar a un consenso sobre un conjunto de objetivos, que el Gobierno debe ejecutar de inmediato, poniendo énfasis en los de corto plazo, para apaciguar los espíritus. La carga de sacrificios necesaria para el efecto debe ser repartida de manera justiciera, es decir exigiendo más a quienes más pueden contribuir para el progreso general.
Recuperada la serenidad colectiva, habrá que pensar en un mecanismo eficaz para que se lleve a cabo un diálogo nacional permanente en el que los intereses particulares se subordinen al bien general de la nación y respondan a las condiciones objetivas de la vida nacional e internacional.