¡Feliz Año Nuevo!, frase ritual que maquinalmente decimos y oímos en esta época, que ha sustituido al ¡buenos días! con el que nos ponemos en contacto con alguien y que, según las normas de la buena educación, transmite esos deseos a cuantos encontramos en el camino, acompañándola con un apretón de manos o un abrazo si la persona a quien la dirigimos es del círculo de amigos o familiares.
Pero la fórmula esconde, sin que apenas nos apercibamos de ello, algo más profundo y significativo. Al exclamarla, estamos expresando lo que para nosotros mismos esperamos, y sabemos que quien nos responde está movido por el mismo sentimiento, lo que le confiere autenticidad y nobleza. Sinceramente, deseamos que el prójimo, el desconocido en quien nos reconocemos, tenga satisfacciones y motivos de alegría en el nuevo año, que Dios o los hados le sean favorables y que solo le sucedan cosas buenas. Pero también tenemos consciencia de que las injusticias y desigualdades del mundo seguirán persiguiéndonos.
Pensamos en los migrantes norafricanos o latinoamericanos que mueren al perseguir el sueño de una mejor vida en Europa o Estados Unidos, en las víctimas de las infernales guerras en el Medio Oriente, en los rohingyas sometidos al exterminio en un país cuya líder ayer nomás ganó el premio Nobel de la Paz, en el hambre y la miseria que, en todo el mundo, producen diariamente miles de víctimas. Y cerca de nosotros, pensamos en la inocente y hermosa niña de tres o cuatro años que, procurando imitar a los jóvenes malabaristas, en la Plaza Argentina, se detiene frente a los vehículos, lanza al aire su única pelotita, no la puede atrapar, la persigue en sus rebotes y vuelve a lanzarla para perderla de nuevo. ¿Habrá alguna petición de ayuda más elocuente que esa inocente irresponsabilidad? ¿Será suficiente condenar mentalmente a la descuidada madre que vende caramelos, ajena al peligro? Todo ello echa luz sobre los difíciles, profundos y dolorosos problemas sociales que es necesario examinar y resolver.
En nuestro país, hay síntomas de que el gobierno ha comprendido que la cuestión social interesa a todos –derecha o izquierda- y que su solución exige el concurso de todos. Un país madura y progresa cuando los políticos se ponen de acuerdo sobre un objetivo común, aunque difieran en cuanto a los métodos y caminos para alcanzarlo. Eso permite diseñar políticas y definir programas de desarrollo material y restauración ética, a mediano y largo plazo. Creo que el Ecuador está en el momento apropiado para actuar de esta manera. La escandalosa corrupción vivida en los últimos diez años y sus nefastos resultados no nos dejan otra opción que trabajar por un consenso nacional.
Con tales esperanzas y decisión deseémonos mutuamente un solidario ¡Feliz Año Nuevo!
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