Al escuchar el dulce sonido de la palabra “patria”, nos sentimos invadidos por un misterioso sentimiento de adhesión y respeto. Patria no es un concepto jurídico, pero inspira y da vida a los más nobles ideales. Evocar a la patria es pensar en la madre, en los orígenes y la semilla. Por esta, entre otras razones, tiene importancia el pensamiento de quienes nos organizaron como estado y nos dieron vida política. El 10 de agosto de 1809, Quito proclamó la libertad. Dos años después, aprobó su Constitución, inspirada en las ideas que Olmedo y Mejía defendieron en las Cortes de Cádiz. La doctrina de Montesquieu sobre la división de los poderes del Estado, el respeto a los derechos humanos y una estructura estatal sencilla fueron la herencia que nos dejaron los Padres de la Patria. La Constitución no llegó a aplicarse porque, en 1812, España eliminó la Segunda Junta de Gobierno.
Como parte de la Gran Colombia, diputados ecuatorianos aportaron a la Constitución de abril de 1830. Meses después, al disolverse dicho estado, se reunió en Riobamba la Asamblea que dio nacimiento al Ecuador y aprobó su primera Constitución. Al organizarnos como república soberana, unitaria e independiente, la Constitución dictaminó, en su art. 7, que “el gobierno del Estado del Ecuador es popular, representativo, alternativo y responsable”. La alternabilidad fue, pues, reconocida como un componente esencial del ejercicio del poder. El art. 34 solo admitió la reelección “pasados dos períodos constitucionales” y el art. 36 dispuso que el presidente contraía responsabilidad, entre otros “delitos”, por “atentar contra los otros poderes“ y por “abuso del Poder contra las libertades públicas, y captar votos para su elección”.
Tales fueron las bases democráticas sobre las que los Padres de la Patria dieron nacimiento a la vida constitucional y al estado de derecho en el Ecuador.
Los pueblos construyen su futuro, definen su identidad y abren las rutas del progreso con el aporte de todos los ciudadanos. Así, los principios llegan a ser sustancia de la conciencia colectiva y las prácticas devienen en tradiciones. Corresponde a los gobiernos actuar en consonancia con unos y otras y contribuir al fortalecimiento permanente de lo que se denomina la personalidad de la nación. Nada choca tanto contra este ineludible deber como la insensata y vanidosa pretensión de fundar un nuevo país cada cuatro años.
Ojalá los políticos leyeran la Constitución de Riobamba y decidieran contribuir responsablemente para vigorizar la personalidad de la Patria, sin pretender inmortalizarse negando nuestro pasado. La Carta de Riobamba menciona, entre los deberes de los ciudadanos, “ser moderados y hospitalarios”. Desconocer o ignorar nuestra historia equivale a traicionar al espíritu de la nación.