En todo tipo de situación de conflicto, desde el muy poco intenso entre un niño y su madre, pasando por aquellos entre facciones políticas como los que vivimos continuamente en nuestra propia sociedad, hasta conflictos de mucho mayor hostilidad y destructividad como el israelí-palestino o el sirio, surgen dos posibilidades que merecen ser exploradas: del un lado la voluntad de dialogar en busca de una resolución negociada del conflicto, y del otro, una negativa categórica, que con frecuencia se expresa a través del planteamiento de condiciones para el diálogo que son difíciles sino imposibles de satisfacer.
Nelson Mandela dio un extraordinario ejemplo de la primera actitud cuando salió de más de 27 años de cautiverio decidido a buscar la resolución negociada que eventualmente encontró. Creo que todos debemos aspirar a ser como Mandela, pero acepto con resignado realismo que no es así.
Es mucho más frecuente la otra actitud, que pone barreras y condiciones. Debemos hacer el esfuerzo que se requiere para no solo criticar o condenar esa falta de voluntad para el diálogo, sino para comprenderla y, si pensamos que el diálogo es importante, buscar maneras de reducir o eliminar las barreras.
Esa falta de voluntad nace, sobre todo, de profundos resentimientos, que pueden ser por daños u ofensas que alguien sufrió personalmente, o que sufrieron sus antepasados, sus parientes o su pueblo.
Históricamente, en muchos sistemas éticos, se ha puesto énfasis en la supuesta obligación que tiene quien sufrió daños u ofensas de perdonarlas y de perdonar a quien las perpetró. Una de las peores facetas del machismo aún dominante en nuestras sociedades, por ejemplo, es la idea de que la mujer burlada o maltratada está en la obligación de perdonar al marido infiel o violento.
El que una persona que haya sufrido daños u ofensas las quiera y pueda perdonar es maravilloso. Ahí está, nuevamente, el bello ejemplo de Mandela. Pero lo que debemos comprender quienes vivimos en sociedades cuya realidad histórica y presente está plagada de injusticias y de abusos, es que no es justo exigir, como obligación del ofendido, su perdón y su consecuente voluntad de olvidar y, luego, de dialogar.
Mucho más justo es que se reconozca la existencia de dolor y de resentimiento, se acepten sus causas, se asuma responsabilidad por ellas, y se pida perdón. El peso principal de la obligación moral no debe ser puesto en quienes sufrieron o sufren dolores y ofensas, sino en sus perpetradores o en quienes luego los defienden.
Brindo mi reconocimiento a quienes no desean sentarse a dialogar. Comprendo sus dolores y resentimientos. Aspiro con ello contribuir a su voluntad de perdonar. No para lograr perdón y olvido, sino, como dice John Paul Lederach, para que todos podamos recordar pero aprender.