Hace unos días, mi esposa María Antonieta bajó a su celular una aplicación de “realidad virtual” con la cual pudo colocar a un dinosaurio en la sala de nuestra casa y tomarle una foto que a nuestra nieta pequeña le pareció extremadamente divertida.
Pero a mí me llevó a reflexiones más bien oscuras. La foto del dinosaurio en la sala muestra cómo se puede alterar la “realidad”, y subraya nuestra necesidad de fuentes confiables para discernirla, sin las cuales toda afirmación o imagen se vuelve verosímil solo porque existe una supuesta “prueba”.
Veamos el caso de los sacerdotes que afirmaron que la hidroxicloroquina cura el covid-19, lo “probaron” citando casos de enfermos que sanaron luego de tomarla, y exigieron la destitución del Ministro de Salud por negar su “verdad”. Del otro lado, el Dr. Anthony Fauci del Instituto Nacional de Salud de los EE.UU. ha declarado que el medicamento no cura la enfermedad y, además, puede provocar daños cardíacos. ¿A quién creer? No soy competente para hacer las respectivas pruebas y llegar a mi propia conclusión. Lo razonable, entonces, es decidir en cuál fuente confío. Escojo a Fauci.
Y ahí está el otro gran desafío. Además de saber qué es cierto, necesitamos querer y poder juzgar cuál fuente es la más confiable. Y eso va más allá de poner nuestra fe en alguien, en mi caso el Doctor Fauci. Juzgar si una fuente es confiable exige que razonemos, identifiquemos qué información es relevante, la obtengamos, la sopesemos y, finalmente, formulemos un juicio.
Ambas necesidades -el acceso a fuentes confiables y la capacidad y voluntad para razonar- solo pueden ser satisfechas en ciertas mentes. No en las adoctrinadas por padres, madres, dirigentes ideológicos, étnicos, religiosos o políticos que sustentan lo que afirman en un insultante y abusivo “Porque yo digo”, o “Porque así piensa nuestro grupo”, pero sí en mentes educadas para razonar libremente, cuestionar y rechazar la ciega imposición de ideas, formular sus propios juicios y confiar en ellos.
En nuestras sociedades, muchos aún entienden por “una buena educación” precisamente aquella que impone ideas, adoctrina e impide el sano desarrollo de la razón y la libertad, a tal punto que, cuando a alguien le muestran un dinosaurio en la sala, puede creer que es real, y cuando le preguntan por qué lo cree, señala a una fuente de “la verdad” que no escogió en ejercicio de su propia razón.
La creencia de que no se debe educar bien, sino solo adoctrinar y sojuzgar a la mayoría es, creo, el dinosaurio más presente en nuestras salas. Y éste no es virtual. Es absoluta y aterradoramente real. Búsquelo por favor, y si usted logra aprender a ver bien, podrá encontrarlo. Y si muchos logramos encontrarlo, podremos luego razonar con él para que se vaya y ya no vuelva. No hay otro camino.