Al costado del palacio de Sans Souci, en Potsdam, Alemania, hay un alto edificio comúnmente llamado el ‘Molino Histórico’. Aunque su “historia” es una leyenda, vale la pena contarla. Según dicen, cuando Federico II de Prusia decidió construir su palacio de verano cerca de Berlín, quiso comprar un terreno, que requería, a un molinero del lugar. Pero este no quería vender. Cuando el Rey le mandó decir que podría expropiarlo, el molinero respondió que no pensaba que haría eso el mismo rey que había creado el tribunal supremo de justicia. Y Federico no expropió el molino.
¿Por qué no? Las evidencias, estas sí plenamente históricas, muestran que lo hizo por respeto. La legendaria decisión del Rey de no expropiar ese molino, que ha sido reconstruido y ahí sigue, a un costado del palacio, como bello símbolo del ejercicio constructivo del poder, fue totalmente coherente con la defensa que Federico siempre hizo de la libertad de culto, de pensamiento y de expresión, su apertura a que personas de todas las clases sociales accedan a los altos cargos del servicio civil y la judicatura, y su creación y desarrollo de un sistema judicial totalmente independiente. Sí, Federico ‘el Grande’, llamado así por sus éxitos militares, pero que merece el apelativo aún más por sus actitudes ilustradas, mostró, siempre, gran respeto.
Entiendo a este como el elemental sentido de obligación moral hacia el otro, de pleno reconocimiento de los derechos del otro, y de reconocimiento también de que esos derechos del otro no son, en modo alguno, inferiores a los de uno. Es el freno ético esencial, en ausencia del cual los seres humanos podemos actuar con alarmante animalidad. La falta de respeto es la que le permite a un hombre violar a una mujer, a un grupo humano cometer actos de barbarie, a un funcionario público desobedecer y pisotear la ley, a un jefe abusar de su subalterna, a un profesor exigir favores sexuales de una estudiante, a cualquiera que tiene algún poder ejercerlo de manera dañina.
Cuando converso con mis estudiantes acerca del respeto, me asombra la frecuencia con la cual lo confunden con el temor. Tal vez sea por esa confusión que entre nosotros es escaso el respeto y frecuente el irrespeto: porque la experiencia del ejercicio del poder es, con frecuencia, la experiencia del abuso.
El tema es crucial. Cómo entendemos ‘respeto’ nos define como seres humanos. O buscamos ‘ser respetados’, tener poder, amenazar con él, abusar de él, o buscamos respetar, y merecer confianza, que no es solo saber que el otro no nos quiere hacer daño, sino la creencia, plena de bellas potencialidades, que el otro busca que nosotros estemos bien.
Quien no respeta no merece confianza, pues solo busca estar bien él. No es como el perro ovejero que cuida al rebaño. Es como el lobo que lo acecha.
Jorje H. Zalles / jzalles@elcomercio.org