Cada muerte violenta impresiona, la idea de que alguien pueda arrebatar la vida de otro en solo segundos, indigna y perturba. Algunas muertes se sienten más cercanas. Al día siguiente, además del dolor, queda el miedo; se multiplican las advertencias, crecen las historias de violencia, de delitos. Los lugares cotidianos se vuelven amenazantes.
Aparecen los discursos de mano dura, esos que contraponen derechos humanos y persecución de la delincuencia, presentándolos como incompatibles; afirman que la presunción de inocencia, el debido proceso o el derecho a la defensa son una protección a los delincuentes en contra del interés del conjunto de la sociedad, especialmente de quienes son víctimas de delitos. Hay quienes acusan abiertamente a los defensores de los derechos humanos como responsables del incremento de la inseguridad, ellos son -dicen- quienes han promovido leyes que permiten que haya más extranjeros y que no sean castigados por sus delitos. Allí aparece un nuevo enemigo a quien culpar de todo, los venezolanos; ellos son los que han traído el mal al país, afirman, sin que les importe que las evidencias dan cuenta de que el 97 % de los procesados y condenados por delitos son ecuatorianos.
El 3% parece ser el todo. Alguien pensará, y con razón, que ese número solo se refiere a los condenados, pero muchos casos no son denunciados o una vez denunciados han quedado en la impunidad. Y esto también es parte del problema, pocos delitos se denuncian, la tramitología, la formalidad, hacen todo difícil, complejo; otra vez el miedo a la inacción, la sensación de impunidad y que se pierde el tiempo al denunciar. Por todas estas razones existe subregistro de los crímenes menos violentos, pero de esos que más afectan en lo cotidiano.
Cuando se miran los detalles se hace evidente la inacción, una suerte de desidia que se rompe cuando los hechos más violentos, y por ello los más conocidos, se producen; ahí solemos enterarnos qué durante meses los vecinos han venido denunciando el incremento de los delitos y que los responsables hicieron poco o nada. Al final, quienes dejaron de hacer su trabajo, o lo han hecho mal, podrán culpar a los derechos humanos, a las leyes, a los extranjeros, para cubrir sus omisiones.
El miedo al delito y a la delincuencia, que limita la vida, restringe las opciones y la libertad de todas las personas, abre paso a los ‘bolsonaros locales’, a los que no les importan los números, la realidad, los derechos, que creen que cualquier cosa es válida. Frente a la inacción, a las respuestas ingenuas para disminuir los delitos y con el miedo instalado, las puertas estarán abiertas para llegar al poder y, bajo amenaza, los bolsonaros no tendrán límites.
La mejor cura para enfrentar el miedo es prevenir, investigar y sancionar los delitos de forma decidida, protegiendo y garantizando derechos, porque la sensación de impunidad alimenta por igual a los abusivos y a los delincuentes.