La pandemia dejó una secuela que no se ha logrado borrar por más que pasen los meses, por más que la gente deje de usar mascarillas. Los efectos se traducen en los actos diarios de la mayoría de la población en los que se cuelan sin ser llamados sentimientos de ansiedad, culpa o desdén. Son las enfermedades metales.
La salud mental de las personas se ha deteriorado. No hay un espacio familiar o laboral en el que no pasen desapercibidos los efectos de tiempos convulsos. Las consecuencias son evidentes, las personas viven con miedo al futuro o quieren volver a los días de cuán eran felices y no lo sabían.
Un estudio de la National Library of Medicine, un organismo del gobierno de los EE.UU., aseguraba que antes de la pandemia, había al menos 100 000 millones de personas en todo el mundo sufrían algún trastorno mental diagnosticable. Se estima que la cantidad de personas con enfermedades mentales debió incrementarse proporcionalmente por los estragos económicos y sociales del covid-19.
Ese mismo estudio ahora dice que se estima que, a escala global, al menos una de cada cuatro personas vive con algún trastorno psicológico. La perspectiva se marca más compleja, pues sobre todo en los países en vías de desarrollo el 90% de esas personas tiene un déficit de diagnóstico y tratamiento mínimos.
En Ecuador hay dos factores que conducen a que se agrave esta situación: por una parte, la reticencia de las personas a ser tratadas, por miedo a la imagen ante los demás y ante sí mismos; y, por si no fuera poco, por la baja o nula inclusión de las enfermedades mentales en la agenda de la salud pública.
Dado este panorama, al menos las personas deberían dar un salto de fe y meditar si necesitan atención y buscar ayuda. La salud mental de los ciudadanos está olvidada a no ser por iniciativas específicas de las universidades y la empresa privada que ponen su contingente ante una sombra silenciosa que se posa sobre las cabezas de los ecuatorianos.
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