La política, se dice usualmente, es el arte de lo posible, frase atribuida a varios pensadores, desde Macchiavello hasta Churchill, pero que más allá de quien haya sido su autor refleja una gran verdad: que para hacer política se necesita llegar a acuerdos o pactos incluso con aquellos a los que se considera “enemigos”, y que en ese proceso todos los involucrados deben ceder a fin de que no se convierta en un juego de perdedores. Solo así se pueden sacar adelante ciertas propuestas.
Ahora bien, una guía primordial para que cualquier gobierno o actor político pueda llevar adelante su agenda exige el hacer el arte de la política con una perspectiva estrictamente democrática, a partir de lo que los politólogos Linz y Stepan llamaban “el único juego en la ciudad” (the only game in town), que significa que todos los actores jueguen dentro de un marco institucional democrático y no busquen vías no democráticas para lograr sus objetivos.
Así, la política entendida desde el arte de lo posible, no debería incluir entre sus medios el claudicar a principios democráticos, obtener beneficios personales o permitir la impunidad de corruptos o delincuentes, por ejemplo.
¿Qué pasa cuando la política no se la entiende desde esa perspectiva? ¿Qué sucede cuando la posibilidad de llegar a acuerdos tendría como principal damnificada a la democracia y a sus instituciones fundamentales? Pues que los ciudadanos pierden la confianza en ésta y se abren las posibilidades para que los autoritarismos populistas se hagan con el poder.
Entonces, ¿cuál sería el camino? Lo ideal sería contar con una clase política comprometida con la democracia que, en su búsqueda de acuerdos, no pretenda sacrificar sus instituciones. Lamentablemente, eso no siempre se da, sobre todo en países como el nuestro. Frente a esa realidad las alternativas son pocas. En los sistemas parlamentarios se tienen las elecciones anticipadas. En el sistema presidencial ecuatoriano se tiene la muerte cruzada.