El país merece un espacio de reflexión y aun de discrepancia democrática. Las lecciones sencillas de las palabras que brotaron del alma del Papa debieran calar hondo.
El romano pontífice habló de un diálogo sin exclusiones. Esa idea debiera apuntalarse y provocar un replanteamiento serio a los alcances del diálogo.
El Gobierno podría dar marcha atrás y rectificar. No es él, una de las partes en conflicto, el mejor norte para liderar un diálogo nacional. Su idea y las exclusiones a los distintos actores, según sus subjetivos criterios, pueden empañar la iniciativa.
El diálogo no debe tener condiciones ni proscripciones de los que piensan distinto. Todo lo contrario, ese diálogo franco debe expresar las distintas voces políticas y sociales de un país fecundo y diverso que lastimosamente ha sido polarizado por un discurso violento y excluyente.
Quizá hay otros actores de prestigio e independencia que deben liderar el diálogo: la Iglesia, que tomó nuevos bríos en estos días de visita pontificia; la academia, siempre abierta al mundo de las ideas; Organizaciones No Gubernamentales de probada buena voluntad.
Estos grupos tienen la fuerza moral y además expresan la diversidad y la independencia para abrir un diálogo que sea un espacio democrático que le permita al país consensos o, aunque sea, discrepar civilizadamente. Es el momento, antes de que la polarización y la exclusión vuelvan a copar el debate nacional y crispen la atmósfera otra vez.