Uno de los efectos más visibles de la llamada “refundación” del país es la multiplicación de entidades públicas, todas con capacidad para intervenir en la mayor parte de actividades que una persona puede realizar en su vida. En estos siete años, se han reformado, renombrado y creado numerosas entidades en todos los niveles y funciones. Todo -o casi todo- está regulado, supervisado, monitoreado, controlado.
En la Constitución del 2008 se diseñó un modelo estatal con posibilidad de intervenir en varios ámbitos de la sociedad; a partir de allí, se ha creado un sinnúmero de entidades, además de haberse eliminado o reorganizado algunas sobrevivientes de la “purga” institucional neoliberal. Es cuestión de tiempo para que desaparezcan otros organismos de creación más reciente, como las relacionadas a la protección y promoción de los derechos de la infancia que, pese a sus limitaciones, eran instancias de verdadera participación social en la definición de las políticas públicas.
Usted podría realizar un rápido inventario mental de todas las entidades que se vinculan a su actividad, trabajo o profesión; vendrán a su mente esos nuevos nombres que ha debido aprender, algunos trámites -unos pocos-, efectivamente simplificados, como la obtención de la licencia de conducir, las denuncias de pérdida de documentos o de antecedentes penales, que debe realizar. Este cada vez más complejo entramado institucional, viene acompañado de un creciente número de nuevos funcionarios y empleados, que en esta época de eufemismos y neologismos, son el “talento humano”.
Se dice que todos están allí para defender nuestros derechos ciudadanos y construir la sociedad del buen vivir; sin embargo, las evidencias se acumulan en contra de esta idea, a menos que la defensa de derechos ciudadanos se asimile a una defensa a ultranza de quien ejerce el poder y de una supuesta infalibilidad del poder. Todo esto con leyes y reglamentos redactados de forma tal que pueden aplicarse con un amplísimo margen de discrecionalidad; con procedimientos administrativos en los que existe poco margen de defensa, ya que es la misma institución la que denuncia, investiga, juzga y sanciona.
No existe proyecto político, por exitoso que este sea, que pueda justificar -desde la democracia sustancial- la funcionalización de esa institucionalidad a una estrategia de permanencia en el poder, del “todo o nada”, de una visión maniquea en la que “están conmigo o son mis enemigos” y del cada vez más patético doble rasero en la aplicación de las normas, como hemos podido atestiguar en estos días, con respecto de la comunicación, la regulación del mercado o las campañas electorales.
Criticar esto no es una defensa del pasado, de los del pasado, o del “paradigma de derechos del siglo XIX”, es una defensa de la importancia de los ciudadanos y sus derechos frente a una poderosa maquinaria estatal.