La cultura y el Estado

Después de mucho tiempo, el Ministerio de Cultura ha emitido una señal que no debe pasar inadvertida: son las declaraciones de la señora Viceministra en el curso de una entrevista concedida a este Diario y publicadas en su edición del día lunes (EL COMERCIO, 20.07.15). No solo que la señora Rodríguez ha reconocido la deuda en que ha incurrido el Ministerio en la tramitación y aprobación de la tan anunciada Ley de Cultura y en la propia concepción del Sistema Nacional de Cultura, sino que ha hecho un pronunciamiento que me parece fundamental: “La cultura es algo gigante –ha dicho la alta funcionaria– y escapa a la posibilidad de estar normada por el Estado”, y ha agregado luego que al Estado le compete, sin embargo, garantizar “las condiciones para que la ciudadanía pueda generar prácticas culturales en la diversidad”.

Desde los tiempos de Galo Mora (quien fue un buen ministro que por desgracia no tuvo el tiempo necesario para desarrollar su plan), no habíamos escuchado un pronunciamiento tan claro y positivo como este de la señora Viceministra. Atrás han quedado, y para siempre, las insólitas ideas relativas a la creación de organismos destinados al “control y vigilancia” de la cultura: en su lugar, como una prueba de que la noche siempre queda atrás, está la voluntad ministerial de reconocer la autonomía de la cultura, cuya misma existencia antecede al Estado, y de ubicar la competencia estatal en el servicio, esto es, en la creación de los mecanismos adecuados para hacer posible no solamente el acceso a la cultura por parte de todos los ciudadanos, sino también el derecho a la creación libre y espontánea en el contexto de una sociedad plural.

La autonomía de la cultura es un valor distinto de la autonomía de las instituciones culturales. No obstante, estas últimas nunca podrán cumplir su cometido si no disponen de una amplia capacidad de gestión.

La cultura no florece conforme a planes, por muy sabios que estos sean; pero ellos son necesarios para la construcción de eficaces redes de servicio. Quizá allí se encuentre la mayor dificultad en la definición de la conducta del Estado frente a la cultura: puesto que el Estado cuenta con el instrumento de la ley para establecer el ordenamiento social, parecería estar siempre partiendo de la premisa de que las relaciones humanas deberán ser mañana tal como son ahora, y espera sujetarlas con la norma legal.

La cultura, en cambio, lleva en sí misma el fuego de Dionisos: la rebelión, el cuestionamiento, la negación de todos los principios para la creación de otros nuevos. Eso es lo que ha movido el tránsito desde la caverna hasta el rascacielos; la ingratitud es inherente al florecimiento de la cultura, pero se trata de una ingratitud que siempre vuelve y reconoce sus raíces.

Encontrar una armonía entre la libertad de la cultura y el servicio que le presta el Estado: esa es la clave. Hay que desear que el Ministerio de Cultura, bajo la conducción actual, pueda lograrla, pese a los nubarrones que en estos tiempos oscurecen los cielos.

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