En un reciente artículo publicado en Madrid, Mario Vargas Llosa comenta que “la cultura democrática ha sido hasta hace muy poco tiempo una planta exótica de difícil aclimatación en la mayor parte de los países latinoamericanos”. Yo agregaría que en muchos de nuestros países lo sigue siendo.
¿Qué ha dificultado esa aclimatación? ¿Por qué la cultura democrática resulta “planta exótica” entre muchos de nosotros?
Una planta no tiene dificultades de aclimatación cuando le son congeniales las condiciones en las que es cultivada. Pero quienes buscamos cultivar una cultura democrática en América Latina debemos reconocer que las condiciones para ella son, en general, más bien adversas.
La primera y tal vez más crítica de estas condiciones adversas radica en la actitud de la mayoría de nosotros hacia “el otro”, casi cualquier “otro”. Muchos, muchísimos de nosotros pretendemos gozar de algún tipo de superioridad, y creemos que ésta justifica el que despreciemos a los demás. Puede ser una pretendida superioridad racial, de alcurnia, de color de la piel, religiosa, ideológica, generacional o educativa. Con enorme frecuencia es la pretendida superioridad del hombre sobre la mujer. A veces es explícita, como cuando usamos los términos “negro”, “indio” o “cholo” como insultos. En otros casos, la presunción de superioridad e inferioridad es menos consciente, como cuando una madre quiere que su hija sirva a sus hermanos varones.
Esa presunción de que algunos somos “superiores” es arena agreste para el cultivo de la democracia. La esencia de ésta radica más bien, como lo entendió Alexis de Tocqueville, en que los unos nos veamos a los otros como iguales: sobre todo iguales en derechos, y especialmente en el derecho al respeto.
Para que nuestras realidades tanto individuales como sociales se vuelvan más propicias para el cultivo de una cultura democrática, necesitamos, primero, tomar consciencia, para que nuestros esquemas mentales –todos ellos- sean cada vez menos inconscientes; segundo, requerimos el cuestionamiento ético de si esos esquemas están bien o están mal, que pasa por la clarificación de los valores en función de los cuales formularemos ese juicio; y tercero, si concluimos que nuestras creencias y actitudes no están bien, debemos modificarlas por consciente decisión.
Invito a que tomemos consciencia de que, con inmensa frecuencia, nos tratamos mutuamente con cavernario irrespeto. Luego invito a que juzguemos ese ampliamente generalizado irrespeto: ¿Está bien? ¿Es moralmente defendible? Podemos comprender que, para muchos, el irrespeto hacia otros sea un reconfortante mecanismo de compensación, una fácil manera de sentirse mejor y menos responsable frente a los malestares y las frustraciones de la vida. Puede ser comprendido. Pero no es aceptable.