‘Si los amantes del vino y del amor van al infierno, vacío debe estar el paraíso” decía Omar Khayyam, el poeta del Rubbáyát . En la milenaria civilización mediterránea el vino y la poesía siempre hicieron buena compañía. Según el mito bíblico y desde que Noé inventó el vino, éste pasó a ser la bebida de los dioses y de los hombres que, a través de él, han buscado endiosarse. En los ritos órficos, allá en las rocosas alturas de Tracia, los adoradores de Dionisos anhelaban llegar al “entusiasmo” (esto es, colmarse de divinidad) ingiriendo vino en la noches lunadas. A través de la bebida, el dios entraba en ellos y los transformaba. De tales orgías surgió el ditirambo, el teatro y la poesía trágica.
El vino y la poesía son afluentes de un mismo venero: la búsqueda de la sana alegría, el aparejado goce de la mente y los sentidos. Degustar un vino que en la lengua deja reminiscencias frutales, añoranzas del roble en el que, por años, ha dormido es semejante a paladear un verso en el que, al recitarlo, despierta en él la poesía. Placer palatal el primero, fiesta de la inteligencia, el segundo. El vino y el verso: un plural arrobamiento, el hechizo del gusto.
Gracias al delicioso vino que Odiseo llevaba en su nave, pudo éste salvar su vida y la de sus compañeros. Luego de emborrachar a Polifemo, su captor, escapó de ser engullido por el montarás cíclope. Nunca el vino fue tan bien celebrado, como lo fue por Homero, cuando en la Odisea narró aquella memorable aventura. En la Roma de Augusto, el poeta Quinto Horacio Flaco se confesaba fiel discípulo de Epicuro. Frente a la muerte, lo que más le dolía al autor de las Odas no era perder el amor de su esposa sino el alejarse de su bodega de vinos. En el siglo XIII, el buen fraile Gonzalo de Berceo solía narrar los milagros de la Virgen en sólidos cuartetos que semejaban cuatro pesadas patas de elefante. Luego de ello, y sintiendo que el gaznate se lo había resecado, demandaba a los boquiabiertos feligreses le favoreciesen con “un vaso de bon vino”.
Pero vengamos al Quijote en cuyas páginas el vino circula casi como en concurrida taberna, pues no hay personaje que no hable o beba de él. De todas estas evocaciones hay una que pasa por ser la más elocuente alabanza que Cervantes hace del vino y la pone en boca de su personaje. El Caballero del Bosque ofrece a Sancho la bota de vino que cuelga del arzón de la silla de su cabalgadura. El sediento escudero la empinó apuntando a la boca el chorro del bendito licor, “estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y en acabado de beber dejó caer la cabeza a un lado y dando un gran suspiro dijo: -¡Oh hideputa, bellaco y cómo es católico!” Ante el reproche del caballero del Bosque por tamaña expresión, Sancho explicó: “conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae bajo el entendimiento de alabarle”.