El síndrome del complot

Yaku Pérez, candidato presidencial por Pachakutik, muestra al fin quién es. Una fue la estampa con la que se presentó en la primera fase de la contienda electoral, como un hombre llano del pueblo y con un discurso conciliador; otra es la agresiva imagen que exhibe ahora cuando comprueba que le faltan los votos para terciar en la segunda y definitiva etapa del proceso. Finalizado el escrutinio resulta que Pérez ocupa un honroso tercer lugar y no el segundo como él esperaba. Él y su grupo alegan que les están “robando” los votos, que hay una mafiosa conspiración de las oligarquías para impedir su triunfo. No exhibe pruebas suficientes que demuestren el supuesto fraude, sin embargo él lo sostiene. El tal complot es mera fantasía. Lo único real es su frustración.

El CNE defiende la transparencia de los resultados, niega toda posibilidad de fraude. La respuesta de Pérez ha sido movilizar masas de indígenas de la Sierra y la Amazonía, trasladarlas a Quito y con su amenazadora presencia cercar al poder, intimidar a la ciudad y protagonizar, como en otras ocasiones, jornadas de barbarie y desafuero. Cree que así logrará aquello que los votos no le dieron: torcer a su favor hechos que estadísticamente son claros y definitivos. ¿No es esto una amenaza? Yaku Pérez se yergue como un hombre poderoso, en vez de confianza infunde ahora temor; con solo su palabra es capaz de convocar multitudes que repiten consignas y están dispuestas a desafiar la autoridad del Estado. La paz pública, los derechos de los ciudadanos están en peligro.

Cuando las cosas no nos salen bien, cuando los proyectos que tenemos rara vez se realizan, existe la tendencia a pensar que somos víctimas de la envidia y la confabulación de alguien que secretamente trabaja para que no prosperen nuestros más caros sueños. El síndrome del complot, como lo llama Umberto Eco, es muy antiguo. Según Karl Popper parte de la idea homérica de que los dioses maquinan desde el Olimpo para enredar el destino de los mortales. La teoría del complot se funda en el secretismo de la acción conspirativa.

Cuando un político fracasa en su intento de llegar al poder (acuérdense de Trump), o cuando un tirano atribuye a sus adversarios el fracaso de su gobierno, inventa el bulo de un complot de sus enemigos para derrocarlo. Más temprano que tarde brillará la verdad: la tal conspiración jamás existió, fue una patraña inventada por el propio tirano para despertar adhesiones a su régimen alicaído.

Inventar complots resulta un arma poderosa a la hora de movilizar voluntades y conseguir réditos políticos. Con el tiempo nada se probará. Esta práctica políticamente endeble fue utilizada por el iracundo Rafael Correa cuando urdió la tramoya de un “blando” golpe de Estado a propósito de la revuelta policial que desembocó en los acontecimientos del 30-S.

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