Reunirse, manifestarse, protestar son derechos indiscutibles ligados a la libertad de expresión, un ejercicio central en una sociedad democrática. Siendo sustanciales no son derechos absolutos, tienen límites que, si se rebasan, habilitan al Estado a enfrentarlos. El Estado debe respetar siempre los derechos de los ciudadanos, usando medios adecuados, razonables y proporcionales a cada amenaza. En esto no existe opción, siempre debe ejercerse esas atribuciones sin abusar de ellas y cuando estos se producen investigar, juzgar y sancionar a los responsables y reparar a las víctimas.
Sostener que todas las movilizaciones fueron pacíficas, que todos los involucrados se expresaron de forma legítima y no usaron violencia o métodos abiertamente ilegales es una mentira igual de odiosa que sostener que en todas las actuaciones policiales y militares fueron respetuosas de los derechos. Lo sucedido nos recuerda que la violencia, una vez que se desata puede hacerse incontrolable y nunca podremos prever sus consecuencias; por eso preocupa la negación de actos inauditos y evidentes de violencia cuando no cuadran con el relato de quien reduce todo a días de “luminosa lucha social” o a quien sostiene que todo vale en defensa de la institucionalidad.
Las omisiones de quienes no quieren enfrentarse a los hechos, aceptando como legítima la violencia desmedida e inaudita, nos puede pasar una gran factura; por eso debemos señalar a quienes actúan con condescendencia frente a hechos incomprensibles y claramente injustificables como lanzar bombas lacrimógenas a lugares cerrados donde están personas heridas, niños, mujeres, ancianos, recibiendo atención médica; o los golpes a quienes ya están detenidos o quienes aceptan -como normal- que se dirijan balas de goma o bombas lacrimógenas a zonas sensibles del cuerpo, o detenciones ilegales. Pero también debemos señalar a quienes legítimamente se indignan por los abusos estatales y reclamen justicia por ellos, pero miren a otro lado y no se indignan con quienes llevaron las manifestaciones a las puertas de los refugios, a los que parece no importarles el ataque físico a personas -y bienes- de quienes no participaban o simpatizaban con la causa; no señalen los riesgos del uso de instrumentos con un potencial de causar daños graves o muertes como pirotecnia o bombas molotov; no cuestionen la destrucción de fuentes de agua, de bienes públicos, el impedir que llegue alimentos, los ataques a ambulancias o los incendios provocados.
No buscar la verdad, impedir que se identifique a los que cometieron abusos y excesos, sin importar el lado de estos, dejará abierta una sensación de injusticia y nadie ganará. La impunidad es una victoria pírrica, no castigar a quienes usan medios inaceptables, sin importar que los fines los consideremos legítimos, pone en riesgo el proyecto de sociedad intercultural y plurinacional basada en los derechos. La relatividad en estas materias es una amenaza para todos.