Deben ser ya un par de semanas que recibí, en mi cuenta de Twitter, un mensaje insultante de un desconocido. Nada nuevo pensarán; las redes sociales son un espacio donde muchos, a cara descubierta o parapetados en el anonimato, descargan su rabia, su frustración o su antipatía; para un odiador (un “hater”), cualquier razón es buena para insultar: pensar distinto, ser un personaje público, contar una historia alegre o una historia triste. Pero esta vez el insulto era diferente: además de no tener sentido alguno en el contexto en que se lo profirió, el insultador lo explicó. En resumen, palabras más, palabras menos, me insultaba porque él era “más joven”; nací un 4 de julio de 1985 -decía-, así que “aprendí…los defectos del Ecuador más rápido que ustedes”, los viejos, se entendía. Terminaba su mensaje diciendo que “los viejos me bloqueaban” porque él era sabio. El insulto básicamente era porque él era joven y yo viejo. Ese momento me pareció extraño y nada más, sin embargo, en los días siguientes empecé a prestar atención a mensajes y discursos que le asignan a la vejez una suerte de defecto automático.
Otra vez, se podría pensar en que esto no es nada nuevo; la edad, así como la apariencia física, sexo, género, orientación sexual, peso, estatura, color de piel, origen étnico, se usan de forma constante para insultar, degradar, maltratar; se podría pensar qué así ha sido y así será. Todo mal. Qué pase no significa que así deban ser las cosas; recuerden la ley de Hume: del ser no se puede extraer el deber ser o, en otras palabras, que algo pase no puede llevarnos a sostener qué así debe ser.
El tema de la edad en ciertos contextos políticos puede ser determinante. Piensen en el éxito electoral del autoritario Nayib Bukele en El Salvador o cómo nuestra campaña política el tema de la edad de los candidatos aparece como importante, como si la edad fuese un mérito especial para llegar o no a la presidencia de la República, cuando parece que los méritos o deméritos son el número de años de una persona.
El tono de una de las campañas hace pensar que algunos estrategas están convencidos que podría repetirse lo de hace casi 14 años, la llegada del “outsider”, el jugador no programado, “el joven” que sumará votantes esperanzados en un cambio.
La edad no garantiza nada en política, es un dato más, que debe mirarse caso por caso. Conozco a jóvenes conservadores, timoratos, inmovilizados, y a viejos lúcidos, con una mente abierta, dispuestos a conocer, renovarse, descubrir.
Hace unos días Fernando Savater escribía en su columna que los viejos han visto pasar bastantes olas de jóvenes para deslumbrarse con ellos, ya que “en el fondo, no se trata de ser jóvenes o viejos sino de lo que uno ha hecho con el tiempo largo o corto que ha vivido”.