Al recorrer el museo del Almodí, de la ciudad de Xátiva, en España, se puede ver un retrato del Rey Felipe V. Lo raro es que está colocado con la cabeza hacia abajo, en demostración de la censura acordada por los habitantes de dicha ciudad contra el monarca Borbón que, en junio de 1707, vencedor en la contienda con los Austrias en la Guerra de Sucesión, ordenó que la ciudad fuese destruida “para extinguir su memoria”, en “castigo de su obstinación y escarmiento de los que intentasen seguir su mismo error”.
En Venecia, en el Palacio de los Dogos, en uno de los salones decorados con pinturas de Tintoretto, están colocados los retratos de todos los gobernantes de la ciudad-estado. Uno de ellos está cubierto con un velo negro, lo que impide que los visitantes lo identifiquen. Se trata del Dogo Marino Faliero, a quien la justicia veneciana condenó a ser decapitado “por traición”, después de que se descubriera su intento de asumir poderes que las leyes de la república no le concedían.
También en Carondelet constan los retratos de los Presidentes que el Ecuador ha tenido en su historia. Junto a aquellos cuyo gobierno contribuyó a dar orientación y propósito a nuestro país, a unificarlo, organizarlo y conferir trascendencia a su personalidad -Rocafuerte, García Moreno, Alfaro, Velasco Ibarra, Plaza Lasso y otros- están también los de quienes no cumplieron su deber, usaron el poder en beneficio propio y dejaron una herencia negativa. Veintimilla no es el único al que la historia así ha catalogado.
Me parece bien que en el Salón Amarillo se expongan todos esos retratos porque el propósito de la galería no es dejar sentado un juicio crítico sobre la personalidad y las características del gobierno de quienes en ella aparecen. Pero resulta inevitable reconocer que el hecho mismo de ser parte de esa galería constituye un indudable honor que suscita, en consecuencia, una reacción de respeto y aprecio. Con razón, últimamente, el retrato de Doña Rosalía Arteaga fue colocado en el sitio que le corresponde.
Habrá, en consecuencia, que colgar también, en el Salón Amarillo de Carondelet, a Rafael Correa, porque fue elegido por el pueblo y ejerció la presidencia por diez interminables años. Pero su gobierno fue tan nefasto, como se ve cada vez con mayor claridad al paso en que se descubren sus arbitrariedades, abusos y el irreparable mal irrogado al pueblo que, esperanzado, le eligió y, decepcionado, ahora le condena, que bien valdría tomar una decisión que, ajustada a la costumbre de mantener completa la lista de Presidentes, se levante como un juicio objetivo sobre el inmenso daño que hizo al país, sin antecedentes comparables en todas las épocas de nuestra azarosa vida republicana.
Para el efecto, bueno sería volver lo ojos al museo de Xátiva y al Palacio de Venecia…