Mark Thompson, presidente del New York Times, entrevistado sobre su último libro, que trata acerca de la corrupción de la palabra en la política, manifestó que vivimos una época de la “post verdad”, ya que la capacidad de influencia de las ideologías, los actores políticos y los medios de información pública, especialmente las redes sociales, les permite orientar y condicionar cada vez más las reacciones de la colectividad. Un hecho o una noticia pueden ser presentados en forma tal que, sin perder objetividad, induzcan al lector a formarse un criterio determinado.
La manera en que los políticos describen sus planes de gobierno tiene menos, como objetivo, informar a la sociedad que hacer propaganda y captar adhesiones. Los medios de comunicación, al escoger las noticias que publican, realizan una selección subjetiva.
El público lector, haciendo uso de su libertad, valora las noticias y les confiere credibilidad o no, lo cual relativiza la realidad. Thompson afirma que el cristal de la ideología a través del cual se lea la noticia, llevará a interpretaciones frecuentemente contradictorias. Pero, más que la adhesión a ideologías o partidos políticos -que influyen en la forma de interpretar una noticia- “son el cinismo, las consignas, los trucos retóricos, los ataques ad hominem y las mentiras descaradas” los factores que han deteriorado el lenguaje político hasta prácticamente anular el debate racional y la adecuada comprensión de la realidad. La demagogia y la propaganda que, en mayor o menor medida, son usuales en la práctica de la política, sumada a los factores antes mencionados, han llevado al mundo –según Thompson, a vivir una “post verdad”, en la que el propio lenguaje político se ha vuelto sospechoso.
En realidad, cada ser humano aprecia o interpreta un hecho en función de las experiencias y conocimientos acumulados. Rashomon, un hermoso filme japonés de hace cincuenta años, describe artísticamente cómo tres personas que participan en un mismo y único suceso, lo entienden de manera excluyente. La ciencia, por otro lado, evoluciona constantemente y hoy puede considerar falso lo que ayer creía evidente.
El indiscutible mérito de Thompson consiste en haber señalado cómo el lenguaje político frecuentemente responde a intereses no confesados y se ha degradado hasta el punto de confundir y engañar. Basta, como prueba, meditar sobre el daño que, en la pasada década, hicieron al Ecuador las atosigantes sabatinas en las que se describían mundos imaginarios de bienestar, se abrumaba con propaganda partidista y se usaba magistralmente una retórica de insultos, grosera y vulgar. El Julio César criollo que fue maestro en la enseñanza y en la práctica de ese lenguaje corruptor podrá decir ahora ¡Veni, vidi…fui vencido y fugué!