El binarismo de la revolución ciudadana nos ha presentado al Estado como una expresión de los virtuosos y a la sociedad civil como un conjunto de organizaciones y personas sospechosas de actuar al amparo de intereses extraños y ocultos, sin responsabilidad política, tratando de imponer una agenda sin haber ganado las elecciones. Agendas y políticas que solo podían ser elaboradas desde la tecnocracia, desde Senplades, desde las muchas entidades que se crearon con nombres pomposos. Al fin, como nos dijo el Presidente hace unos días, el Estado es la representación organizada de la sociedad. Con esta definición todo lo demás sobra.
Desde los primeros días del Gobierno era evidente que se optó por una institucionalidad centralizada, con ciudadanos utilizados para avalar su acción y legitimar sus decisiones en las famosas ‘socializaciones’. Los gobiernos locales pequeños y medianos -en general-, protagonistas menores; únicamente los municipios grandes, en manos de opositores, cumpliendo un rol relevante.
En lo local, se evidenció la falta de capacidad para responder a una situación de crisis, así como la omisión de sus responsabilidades de supervisión de la calidad de las construcciones. La principal causa de la mayor parte de muertes en las ciudades afectadas por el terremoto son edificaciones que se transformaron en trampas mortales. Será difícil identificar a los responsables directos de las fallas en la construcción (dueños o constructores); sin embargo, sí podemos afirmar que los municipios no hicieron su trabajo.
El Estado central tuvo una reacción lenta que se trató de cubrir con el envío de funcionarios de alto nivel al terreno (en Manta se designó al Vicepresidente, en Portoviejo al Secretario Nacional del Agua, en Pedernales al Ministro del Interior, en Jama y Canoa a la Secretaria Nacional de la Gestión de la Política), a quienes se les encargó coordinar las acciones en lo local. Desde el primer momento disputaron el protagonismo que voluntarios y los municipios de Quito y Guayaquil tuvieron por su más rápida capacidad de respuesta.
Sin embargo, nada de lo sucedido ha provocado una reflexión en el Gobierno sobre la necesidad de cambiar un modelo de Estado centralista y despilfarrador; ningún reconocimiento de las debilidades del sistema, de la necesidad de construir capacidades locales, de reconocer el rol y las fortalezas de la sociedad civil. La respuesta ha sido más centralización, más intervención estatal, más “superintendencias”, más impuestos.
Para encarar las omisiones en la planificación urbana se reactivó la idea de una nueva “superintendencia”; para la reconstrucción se creó una comisión con cinco funcionarios del Gobierno central, dos alcaldes y un prefecto. Ningún delegado de la sociedad civil.
Frente a la nula capacidad de autocrítica del régimen, la reacción de grupos de ciudadanos ha sido la clausura simbólica de entidades que se perciben como inútiles. Este gesto debe recordarnos que no se está censurando a personas sino a un modelo, a una forma de entender al Estado, la política, la economía, lo local y la participación de los ciudadanos.