El Tiempo, Colombia, GDA Un sabio me contó hace un par de días una anécdota épica del poeta piedracielista Jorge Rojas, al que alguna vez le llegó la noticia falsa de que un amigo suyo se había muerto en el exterior. Pasaron los años, como casi siempre, y un día el poeta Rojas se encontró por la calle con su amigo, el difunto que no lo había sido. Entonces el tipo le dijo: “Oiga, poeta, qué bueno verlo, tanto tiempo. Pero lo noto como envejecido, como enfermo...”. A lo que el poeta Rojas respondió con displicencia: “Sí, pero yo por lo menos estoy vivo...”.
El Tiempo, Colombia, GDA No sé si sea la escena de una película que vi alguna vez, o la de una novela que haya leído. En ella (de golpe me la estoy inventando; ojalá), una niña está en la enorme y rica biblioteca de su abuelo. Ambos están allí y hay libros por todas partes, como en el paraíso: la edición de Gaspar y Roig de las Obras Completas de Julio Verne, con tapas de cuero y letras doradas; la caja en cinco volúmenes con las novelas de Patrick O’Brian; 20 tomos de Ernst Jünger, 15 de Dickens, cuatro de Goldoni, uno de Rimbaud. Todo lo que uno se pueda imaginar, en su mejor versión.
Esta semana se cumplen dos siglos de un episodio memorable: el regreso a París, el 20 de marzo de 1815, de Napoleón Bonaparte. Había pasado casi un año en la isla de Elba como exiliado y como rey; como señor de una cárcel en la que el preso era él mismo, rehén de su propia sombra. Allá estuvo por largos meses y se aburrió tanto, tanto, que incluso logró que esa isla funcionara. La limpió, la barrió, pulió sus piedras. Gobernó en ella como si esa isla fuera el mundo entero.
Todos los libros buenos deberían ser libros prohibidos. Y de hecho lo son: libros sagrados e inaccesibles, con su lomo de cuero y sus letras doradas, que se vuelven una obligación y una tarea y un castigo, y de los que todo el mundo habla para no tener que leérselos nunca o para creer que se los leyó ya. Libros que están en el peor de los índices de libros prohibidos que uno se pueda imaginar (peor aun que el de la Inquisición): el de los libros que hay que leerse a la fuerza; el de los que tanta gente celebra y alaba sin saber ni siquiera por qué.
Por estos días se ha dicho hasta la saciedad, con ese tono tan solemne y tan grave del que solo son capaces los ironistas, que está comprobado que nada hay más incompatible en el mundo que el humor y la religión, la risa y la fe. El uno tiene que ver –se ha dicho– con la gracia, la duda, la libertad; la otra, en cambio, tiene que ver con el misterio, el dogmatismo, la ingenuidad. Juan Villoro, que es un gran tipo, un maestro escéptico y lúcido, lo escribió hace poco como una verdadera revelación: "La religión comienza donde el humor termina".
En el puerto inglés de Liverpool –dice uno ese nombre y es imposible no creer en los milagros– se acaba de inaugurar una estatua de fibra de vidrio diseñada por Andy Edwards con un título urgente y musical: All together now (Todos juntos ya). Por ahora está puesta en la iglesia de San Lucas, que desde 1941 es una ruina que conmemora los estragos de la guerra, y en ella se ve a un par de soldados dándose la mano frente a frente; ambos de abrigo largo, en invierno. Justo en medio de los dos hay un balón.
El Tiempo, Colombia, GDA Se sabe desde la prehistoria –fue lo primero que supo el hombre sobre la Tierra, y al parecer será también lo último– que no hay nada peor que un chiste con aclaración o con nota de pie de página. Con eso que se suele llamar ‘la didascalia’: la explicación, en un papelito al lado de las cosas, del sentido de las cosas, de su significado y su alcance. El esfuerzo explícito, y a veces letal, ahí está el problema, por asegurarse de que todo el mundo haya entendido lo que debía estar implícito.
En agosto de 1992 Cameron Todd Willingham fue condenado a muerte en Corsicana, Texas. Los miembros del jurado, en un juicio que duró solo dos días, lo encontraron culpable de haber causado un incendio en su propia casa, un incendio en el que murieron sus tres pequeñas hijas. Él se declaró inocente desde el principio, todo el tiempo, aun cuando el juez le ofreció cambiar su pena por una cadena perpetua si aceptaba su culpabilidad.
Debo decir que al principio, y hasta hace apenas un par de horas, el tal reto del balde de hielo me parecía una moda inútil y grotesca: una pura recocha de balneario, o una versión universal de ese ‘día del agua’ que se celebra en algunas ciudades de Colombia y en el que la gente se vuelca a las calles a renovar el placer prehistórico y desfachatado de mojarse, solo que ahora a nombre de una penosa enfermedad.
Juan Esteban Constaín
Juan Esteban Constaín El Tiempo, Colombia, GDA
Ayer en la tarde fui a que me tomaran una foto para un documento. La típica 3 x 4 de toda la vida, con sus viejos rituales y sus viejas normas que están allí desde que éramos niños: el fondo blanco y sucio, el cepillo para peinarse –me tocó la época en que a uno le prestaban saco gris y corbata roja–, y esa especie de cubículo lleno de espejos por el que se metía la cámara y disparaba sin avisar. Clac, clac, clac.
Estoy tratando de escribir esta columna y ya van varios intentos fallidos. Pero no he podido ni siquiera empezar –bueno, ya lo estoy haciendo; por fin– porque cada vez que me siento frente al computador, con la famosa y poética y sobrevalorada ‘página en blanco’ delante de mí, una retroexcavadora que está en la calle frente a mi apartamento empieza a bramar como si estuviera en el mismísimo infierno.
En sus Notas sobre la literatura inglesa, que es quizás el mejor libro que me haya leído en la vida, o uno de los mejores, sin duda, cuenta el Príncipe de Lampedusa que siempre llevaba en el bolsillo una edición portátil de los sonetos de Shakespeare.
Muchos de los dichos populares más frecuentes y famosos encierran una trampa o una paradoja: la evidencia y la comprobación, cuando los pensamos bien, cuando nos detenemos en ellos y les damos una mirada cuidadosa y una vuelta, de que sus palabras, dichas ahora con asombro y maravilla, dicen todo lo contrario de lo que creíamos decir con ellas de esa manera tan inconsciente, tan ingenua. Tan absurda, tan hermosa.
Juan Esteban Constaín. El Tiempo, Colombia, GDA La única vez en mi vida que lo vi fue a lo lejos y en su funeral, hace siete años. Llegó de blanco y con una corbata de flores, como levitando, de la mano de su esposa y esperado por un rey. Era el congreso de la lengua española en Cartagena de Indias y se despidió; como en ese sueño de su propia muerte, en el que aprendió que morirse es no estar nunca más con los amigos.
El presidente Alfonso López Pumarejo, uno de los mejores que ha tenido este país, decía que los colombianos nos caracterizamos por unos gestos rarísimos y absurdos: irnos de una fiesta cuando está buena, por ejemplo, con la idea de que en alguna parte debe haber otra mejor. Responder una cosa cuando nos preguntan otra, por ejemplo, y vivir preocupadísimos por asuntos que nada tienen que ver con nosotros.
Es cierto que las infamias y las bellaquerías de los nazis se han reseñado ya de manera extensa y minuciosa, aunque habrá quien diga que no lo suficiente; es cierto que los horrores y la monstruosidad de esa locura colectiva -porque lo fue, digan lo que digan muchos de los que la ejercieron sin protestar, y que luego alzaban los hombros como si no hubieran estado allí- ya los hemos visto en toda clase de películas y libros, documentales, exposiciones y expiaciones. Todo eso es cierto.
Hoy 7 de febrero de 2014 se cumplen 50 años de cuando los Beatles aterrizaron por primera vez en los Estados Unidos, en Nueva York. Lo hicieron en un Boeing 707 de Pan Am -el Pan Am 101-, cuyos motores ni se oían por los gritos de la multitud que esperaba en el aeropuerto John F. Kennedy a los "fabulosos cuatro" de Liverpool, bajando como dioses por la escalera.
El domingo pasudo (voy a mandar esta columna adolorida tal como la digite, sin demasiadas correcciones, sin forzar nada tampoco, lo juro, está quedando así; y les pido a los abnegados correctores de estilo de El Tiempo que la dejen intacta), el domingo pasado, o pasudo, escribí en este periódico la primera entrega de una serie de crónicas sobre la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra.