Estoy tratando de escribir esta columna y ya van varios intentos fallidos. Pero no he podido ni siquiera empezar –bueno, ya lo estoy haciendo; por fin– porque cada vez que me siento frente al computador, con la famosa y poética y sobrevalorada ‘página en blanco’ delante de mí, una retroexcavadora que está en la calle frente a mi apartamento empieza a bramar como si estuviera en el mismísimo infierno.
Y mi problema a la hora de escribir es que necesito silencio absoluto, calma y quietud. Que no se mueva una hoja, que no suene ni siquiera la respiración del mundo. A mí me habría encantado ser como Paco Taibo, no solo por su talento y por su gracia, sino porque él puede escribir donde sea y cuando sea, y con quien sea. Puede haber una verbena a su lado (mejor si la hay), y el tipo se sienta, como si nada, y escribe de un golpe una novela o un ensayo.
Yo en cambio no puedo, qué hago. Sé de muchos escritores que necesitan del bullicio y de la algarabía, de las pulsiones de la vida allí a su lado, dictándoles sus textos entre canción y canción, con gente saliendo y entrando como si su soledad fuera un bar. Los entiendo y los envidio, pero en mi caso no es así, ah desdicha, y para que salga un párrafo me toca concentrarme de verdad: darle al teclado hasta que por fin aparecen, al frente, en la pantalla, las palabras como clavadas con dardos sobre una pared.
De hecho esto que estoy escribiendo lo estoy escribiendo a mil y sin pensar –sé que así se siente, lo sé–, aprovechando un resquicio milagroso de silencio y de paz que ha caído sobre el mundo justo a esta hora, las 3 y 30 de la tarde. Estoy nerviosísimo porque creo que en cualquier momento, cuando menos lo piense, cuando ya esté más tranquilo y confiado, volverá de nuevo el bramido infame de ese monstruo que durante todo el día se ha ensañado allá afuera con mi pobre columna.
Es el cumplimiento cotidiano de la implacable y famosa ley de Murphy, que más que una sola ley es en sí misma todo un código y un sistema jurídico y moral y filosófico: un conjunto de leyes, axiomas y sentencias que se cumplen con severidad, y que le recuerdan a la humanidad, todos los días, su pequeñez y su indefensión, su condición fallida y atormentada. (Sigo escribiendo a mil). Una ley que rige los misterios del universo.
Les juro: esta mañana me senté muy temprano a escribir, y no era sino que pusiera mis manos sobre las teclas para que tronara la retroexcavadora. Yo paraba y ella paraba, yo seguía y ella seguía. Así durante todo el día. Me vine entonces a otro lugar, con unos audífonos. Volví a empezar; traté de hacerlo. Pero un buen hombre lleva una hora vendiendo al frente de mi ventana, a grito herido. Basta estar de afán para que todo ocurra más lento; basta buscar el silencio para que la música suene por fin. La ley de Murphy es la ley de Dios, también. Volvió la excavadora. Me gustaría tener una máquina de escribir para terminar esta columna y echarla a volar. Eso: una máquina que suene más duro que todas las demás.
El Tiempo, Colombia, GDA