El domingo pasudo (voy a mandar esta columna adolorida tal como la digite, sin demasiadas correcciones, sin forzar nada tampoco, lo juro, está quedando así; y les pido a los abnegados correctores de estilo de El Tiempo que la dejen intacta), el domingo pasado, o pasudo, escribí en este periódico la primera entrega de una serie de crónicas sobre la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra.
Se trata de un ejercicio narrativo que no aspira a revelar (ay) nada excepcional ni novedoso, sino más bien a contar, de la mejor manera posible, sin huir tampoco del “rigor historiográfico”, aspectos fascinantes de esa guerra que acabó con el siglo XIX y que por poco acaba con Europa. Aspectos fascinantes que son muchos: sus antecedentes, sus protagonistas, sus entresijos políticos y diplomáticos. El arte y la tragedia y el pensamiento de la sociedad que la sufrió.
Hice mi texto aquí mismo, en este computador, con mi mejor esfuerzo. Creyendo como siempre que la escritura tiene su propia música, y que para descifrarla no hay que acudir solo a la ortografía y a la sintaxis -aunque también, o hacerlo sería imposible- sino además al solfeo: al ritmo y a la percusión, a las notas y a los silencios y al tiempo, al sonido. Luego me editaron dos periodistas inmejorables, Paola e Irene.
Y sin embargo fui víctima y artífice del destino inevitable de todo el que escribe: la errata. De ella decía don Alfonso Reyes: “He ahí el enemigo”. El típico y funesto error que se nos cuela sin remedio en un texto, a veces para mejorarlo o para darle un sentido inesperado, aunque casi siempre para arruinarlo, y que luego no nos deja dormir y nos atormenta para siempre, así nuestros amigos nos aseguren que nadie lo vio.
Pero para un autor deshonrado por la vieja maldición, lo único legible de sus palabras son las erratas.
En mi caso fue una letra, espero, la de la infamia: una ve corta en vez de la be larga del participio adjetival “rebelados”, que se refiere al acto de rebelarse. Escribí “revelados” y no “rebelados”, quizás porque en la cabeza tenía “revueltos” o “revolucionados”, yo qué sé. Igual no hay excusa y lo que pasó, pasó. Pero estuve de muerte, consolado solo por la famosa anécdota de Blasco Ibáñez, en una de cuyas novelas quedó que una señora se levantaba con el “coño fruncido”, cuando el original decía “el ceño”.
O la del profesor Blanco en la Barranquilla de los años 30 (la historia es de Mauricio Vargas), quien escribió para El Heraldo un ladrillo sobre los presocráticos. El linotipista puso al margen un comentario crítico, ¡que salió publicado porque el corrector se durmió y nunca llegó hasta allí!: “Mierda es lo que escribe este viejo h . de p.”.
El pobre sabio fue a quejarse con Juan B. Fernández, dueño del periódico, quien le respondió muy serio y confidencial: “Tranquilo, profesor: le prometo que esto queda entre nosotros dos” .
Por eso espero que mi mala letra -esa y todas-, lector, quede entre nosotros dos. Por la fe que mueve al mundo, la fe de erratas.