Esta semana se cumplen dos siglos de un episodio memorable: el regreso a París, el 20 de marzo de 1815, de Napoleón Bonaparte. Había pasado casi un año en la isla de Elba como exiliado y como rey; como señor de una cárcel en la que el preso era él mismo, rehén de su propia sombra. Allá estuvo por largos meses y se aburrió tanto, tanto, que incluso logró que esa isla funcionara. La limpió, la barrió, pulió sus piedras. Gobernó en ella como si esa isla fuera el mundo entero.
Aclaro, eso sí, que cuando hablo del regreso de Napoleón como algo “memorable” no lo hago por razones políticas o ideológicas ni porque simpatice –todo lo contrario– con sus delirios y su doctrina. Esa cara del bonapartismo, que ha fascinado a tantos en la historia, como si allí hubiera un gran ejemplo, me parece grotesca y aterradora. Una tiranía mesiánica, es decir una de las formas más nocivas de la locura. El triunfo de un hombre que se cree providencial y que logra que los demás lo crean también y le den las riendas de sus vidas.
Pero desde un punto de vista literario, como personaje de novela (“¡qué novela es mi vida..!”, dijo él mismo una vez), Napoleón Bonaparte es uno de los mejores que ha dado la historia. Por su talento, por su encanto, incluso por su ingenuidad y su torpeza.
Porque era un italiano nacido en una isla y llegó a ser el dueño de Europa, casi del mundo entero; todas las islas lo son. Un tipo que logró sentar a sus amigos y a sus parientes, unos borrachos, en tronos que llevaban mil años en las mismas manos. Un héroe.
No más el episodio del que estoy hablando, el del regreso a París en marzo del año 15, es no solo de novela sino incluso de película. Napoleón se escapa con un ejército de 500 hombres. El barco en el que lo hace, un bergantín, se llama El Inconstante y lleva la bandera de la isla de Elba. A medio camino, sin embargo, lo intercepta una nave francesa: la del capitán Andrieux, cuya misión era evitar que Bonaparte se escapara. “¡Deténganse!”, ordena el tipo, pero luego ve la bandera y cae en el engaño. Entonces los deja seguir, no sin antes preguntar: “¿Saben ustedes algo de Napoleón?”.
Y es el propio Bonaparte quien le contesta desde la cubierta de su barco: “¡El emperador está mejor que nunca!”, y sigue. Cuando entra a Francia, los ejércitos enviados por el rey para detenerlo se le unen todos; y hasta el mariscal Ney, ahora al servicio de Luis XVIII, tiene que tragarse su promesa de meterlo en una jaula de oro y también él se le une. El 20 de marzo, en la tarde, Napoleón Bonaparte entra por fin a París sin que nadie hubiera disparado una sola bala, como él mismo juró que lo haría..
Lo curioso es que ese día de gloria fue para Napoleón también el principio del fin. Allí empezaron esos ‘100 días’ que iban a acabar en Waterloo y luego en Santa Helena, una isla en medio de la nada; como todas. ¿Por qué no se quedó el emperador en Elba? ¿Por qué decidió volver a París y cavar su propia tumba?La respuesta es más simple y todos la sabemos: porque el poder es una droga que enloquece. A quienes lo buscan, sin duda, y a quienes lo encuentran. Pero sobre todo a quienes lo pierden y se quedan como viudos de sí mismos, parados en su isla. Los ojos perdidos, la mano atrás.