El Tiempo, Colombia, GDA
No sé si sea la escena de una película que vi alguna vez, o la de una novela que haya leído. En ella (de golpe me la estoy inventando; ojalá), una niña está en la enorme y rica biblioteca de su abuelo. Ambos están allí y hay libros por todas partes, como en el paraíso: la edición de Gaspar y Roig de las Obras Completas de Julio Verne, con tapas de cuero y letras doradas; la caja en cinco volúmenes con las novelas de Patrick O’Brian; 20 tomos de Ernst Jünger, 15 de Dickens, cuatro de Goldoni, uno de Rimbaud. Todo lo que uno se pueda imaginar, en su mejor versión.
Entonces la niña coge de una estantería cualquiera un libro cualquiera y le pregunta a su abuelo por él. El abuelo se baja un poco las gafas, lo mira bien por el lomo, y contesta sin ningún escándalo: “Sí, ya recuerdo: es la historia de un tipo que se enloquece de tanto leer y luego le pasa de todo”. La niña sonríe. Coge otro libro y se lo da al abuelo, que también lo mira. “Este se llama ‘Cien años de soledad’ –dice tranquilo–: es la historia de un pueblo en el que pasa de todo, con pescaditos de oro y gente con cola de marrano”.
Ya digo que no sé si esa escena sea real o inventada, si la vi en una película o en un libro o si la soñé. Da igual. Pero se me ocurre, como una pura intuición, que en ella podría haber quizás un buen método experimental para eso que llaman ahora –ahora y siempre: desde que la gente no lee–, la ‘promoción de la lectura’: el esfuerzo desesperado y muchas veces inútil y contraproducente para que la gente lea más y para que descubra, oh, lo bueno que es leer y lo importantes que son los libros importantes.
Porque ese sabio y erudito abuelo de la historia (la veo clarísima; debe ser una película que vi en un sueño) habría podido decirle a la niña, en un tono autoritario o exaltado, oh, que esos libros son obras maestras de la literatura universal. Joyas maravillosas, textos sagrados o algo aun mucho peor: objetos “imprescindibles”, “fundamentales”, “necesarios”. Inevitables. La nieta entonces los habría visto abrumada y con reverencia, en el mejor de los casos, o esperaría tanto de ellos que quizás el día en que los lea no le gusten o acaso la decepcionen o la aburran. Por qué no.
Dirán ustedes que problema de ella, que ella se los pierde. Pero también es cierto que muchas veces la exaltación fanática y sacramental de la importancia de las cosas importantes, con todos sus méritos y sus valores, las arruina para siempre y las vuelve insoportables y obligatorias, un lastre. Nada deshonra más los buenos libros que ir por el mundo, con pose severa y de pastor, aclarando a cada instante que lo son; y más cuando el que los ha leído, si es que de verdad los ha leído, desprecia a quienes no lo han hecho.
Se lo oí ayer a un buen viejito en Internet: un pensionado, un youtuber que se llama George Steiner. Es muy curioso porque hay videos suyos hablando en alemán, en francés, en inglés. Hablando de Dante, de Cervantes, de Harry Potter. Me gustó. Le oí una frase bellísima: “La lectura es el refugio de nuestra soledad”. Y cualquier libro que logre eso ha de ser bueno.