Apenas siente que lleva un ser dentro de sí, la mujer inicia su período como madre, periplo que nunca abandonará durante su vida y después de ella. Entonces, acompañando a sus hijos con su esencia espiritual, ligada por ese sentimiento más puro que emana de su diáfana sutileza, que sus hijos percibirán como perfume en cada acción de sus existencias. Es que la nobleza de una madre trasciende el día a día con su constante entrega, por la honradez de sus acciones, por la generosidad en el desempeño de sus funciones. Las oraciones que noche a noche vierte a Dios para que sus hijos estén protegidos de circunstancias ajenas a una loable y buena vida y por que en su destino estén alertas.
En la mañana, el brillo del sol abre los ojos a una férrea voluntad, donde el diario sacrificio es el servicio y cuidado de su familia, haciendo de su hogar un tierno refugio, donde penas y alegrías se comparten en el alimento repartido dentro de la unión familiar.
Su belleza interior se refleja en la armonía, limpieza y orden de su hogar. Así como las flores adornan un jardín, las madres son el espejo de lo divino sobre la tierra.