Mother Jones es una conocida revista de Estados Unidos que, desde hace décadas, realiza investigaciones sobre temas polémicos. Se define como una organización independiente especializada en temas políticos y sociales. Hace lo que en ese país se conoce –y se practica– como periodismo alternativo.
Cada día es más difícil disimular ciertos hechos de la actividad política. Existe demasiada información circulando, demasiados ojos escrutando, demasiada curiosidad pública y mediática. El arte del disimulo, tan propio al ejercicio tradicional de la política, exige cada vez más sutileza, sagacidad y destreza. De lo contrario, se corre el riesgo de meter más de un elefante en la cristalería.
La figura del Vicepresidente de la República se ha convertido no solo en una imperiosa necesidad electoral para el oficialismo; es, sobre todo, la piedra angular que sostiene al fracturado movimiento Alianza País. Es la tenue argamasa que posterga el cisma. Solo así puede entenderse la desesperación con que varios altos dirigentes del correísmo le han suplicado que reconsidere su decisión de no correr por una nueva reelección. El vacío que provocó su anuncio no hizo más que alborotar el avispero. No se requiere de mayor agudeza para percatarse de que ya se desataron las guerras intestinas y se desbocaron las apetencias personales.
El tema del aborto ha estado plagado de enorme polémica. Y de no poca hipocresía. En los años 60 y 70, las mujeres adineradas de Francia y España viajaban a Suiza, Holanda e Inglaterra a practicarse abortos legales, porque no lo podían hacer en sus respectivos países. Mientras tanto, sus homólogas pobres estaban obligadas a recurrir a las ofertas clandestinas. Algo parecido a lo que, según señaló recientemente una asambleísta del oficialismo, ocurre en nuestro país entre quienes van a Miami y quienes están obligadas a recurrir a medios denigrantes.
Nuestro sistema de salud continúa atrapado por el uso irracional de medicamentos. Así lo confirma una reciente investigación realizada por EL COMERCIO. Los 10 medicamentos más vendidos en el Ecuador no corresponden al perfil epidemiológico del país; es decir, no sirven para tratar las principales enfermedades de las que adolecemos los ecuatorianos. A su vez, se trata de medicamentos comerciales o “de marca”, lo cual implica que tienen un mayor costo para el bolsillo de los usuarios y para las arcas públicas que financian la gratuidad de los servicios de salud. Finalmente, todos son producidos por transnacionales farmacéuticas, con lo cual se confirma la condición de marginalidad que mantiene nuestra industria en este terreno.
Los efectos de la marcha indígena de marzo están provocando una interesante y necesaria decantación política en el país. El fortalecimiento de la izquierda –con actores bien definidos, aunque con posiciones aún imprecisas– está trazando un escenario donde las diferencias políticas recuperan los fundamentos ideológicos que se diluyeron en estos cinco años de eclecticismo correísta (tal como lo ratificó el ex vicecanciller Lucas en una reciente entrevista).
La marcha indígena evidenció el distanciamiento cada vez mayor entre mundo urbano y mundo rural. Más allá de la solidaridad expresada en cada pequeña ciudad por donde pasaron los marchantes, así como de la adhesión del pueblo de Quito el 22 de marzo, ya no se percibe el mismo entusiasmo citadino de los levantamientos de los años 90. Es como si el imaginario democratizador que se auguró por la irrupción política de los indígenas, estuviera hoy desconectado de los nuevos imaginarios urbanos.
El Gobierno está estirando la retórica política hasta el absurdo. Es decir, hasta un punto donde pierda todo contacto con la realidad. Cuando esa importante cuerda que representa la palabra oficial se rompa, el país entrará en el mundo de la ficción. Seremos una vez más una república de papel, un país de Manuelito enredado entre los formalismos democráticos y la pomposidad de las leyes.
El gobierno está amplificando una de las peores facetas de la sociedad: la intolerancia cultural. Empeñado como está en imponer su agenda , no repara en las consecuencias de la campaña de ataque y descalificación del movimiento indígena en que se ha embarcado. De la noche a la mañana, este movimiento histórico –no solo desde lo político– pasa a engrosar las perversas filas de la derecha oligárquica, y de los viejos fantasmas conspirativos que poblaron las pesadillas de la izquierda hace medio siglo.
Según las definiciones más generalizadas, la inteligencia se refiere a la capacidad de entender o comprender un entorno, de razonar y hacer abstracciones. No es una facultad exclusivamente humana, pero somos la especie que más la hemos desarrollado (por supuesto, con las excepciones de rigor).
Entrevista a Juan Cuvi, integrante de lo que fue Alfaro Vive Carajo.
Hay varias formas de anular los referentes políticos, sobre todo cuando se trata de hechos o personajes relevantes. Una es el ocultamiento frontal y sistemático, tal como lo han hecho muchas dictaduras. Cualquier antecedente contestatario que les resulte incómodo, que evoque algo de dignidad o decencia, es borrado desde la historia oficial. Así de simple y descarado.
Así se llama el páramo donde se origina la cuenca del río Yanuncay, que abastece de agua potable a un tercio de la ciudad de Cuenca. Se trata del típico ecosistema andino formado por humedales y lagunas (significa Tres Lagunas en kichwa).
“El Gobierno no se da cuenta de que con sus estrategias de seguridad, heredadas de los socialcristianos, está generando una sociedad de delatores”. Lo dice Juan Cuvi, sociólogo y estudioso del fenómeno de la violencia urbana y la inseguridad ciudadana. Cuvi critica al Gobierno de Correa por la falta de una política de seguridad que incluya el respeto a los Derechos Humanos y denuncia que en este momento, en el país existen por lo menos 200 perseguidos y enjuiciados por el Gobierno, algunos de ellos forzados a la clandestinidad. No se pierda este domingo 17 la entrevista de la semana con Juan Cuvi.
La participación ciudadana aparece como la gran sacrificada del actual proceso político. Paradójicamente, el principal sustento teórico de quienes diseñaron el proyecto de revolución ciudadana está siendo relegado de las agendas del gobierno central y de los gobiernos autónomos conducidos por Alianza País.
Época peculiar la que nos tocó vivir en la Universidad Central de los años 70. La ideología sometía prácticamente todos los ámbitos de la vida personal y estudiantil. Una larga lista de referentes eran severamente anatemizados por la izquierda. Los blue-jeans, por ejemplo, eran considerados un ícono comercial del imperialismo norteamericano, contrario a la cultura popular ecuatoriana. Había que vestir de gabardina y calzar botas ambateñas de la calle Ipiales, gracias a lo cual todos parecíamos refugiados de guerra antes que militantes por la vida, como conceptualmente debía corresponder a una tendencia que se opone a una estética sombría y circunspecta. Ni qué decir del rock, visto como un peligrosísimo instrumento de alienación cultural, sobre todo cuando tenía letras en inglés.
Alberto Fujimori encarnó una de las formas más siniestras de pragmatismo político. Durante una década, una porción mayoritaria de la sociedad peruana le toleró todo tipo de desafueros a cambio de resultados tangibles. El combate a Sendero Luminoso, por ejemplo, justificó el atropello sistemático a los derechos humanos, el sometimiento y la cooptación de la prensa independiente, o la diseminación de la corrupción como forma de gobierno. La vieja aberración de que “no importa que robe con tal de que haga obras” operó como mecanismo de relojería.
Que un abuelo nonagenario esté causando las más importantes mo-vilizaciones juveniles de nuestro tiempo sí debería sorprendernos. Durante décadas el mundo ha impuesto el argumento del recambio generacional como un dogma inapelable, pero aplicado desde la edad antes que desde las ideas. La obsolescencia de los adultos es una norma en el campo laboral, donde los conocimientos y las personas son desechados y reempla-zados con tanto vértigo y obsesión como los objetos.