Según las definiciones más generalizadas, la inteligencia se refiere a la capacidad de entender o comprender un entorno, de razonar y hacer abstracciones. No es una facultad exclusivamente humana, pero somos la especie que más la hemos desarrollado (por supuesto, con las excepciones de rigor).
En la historia de la humanidad han sido frecuentes y reiterados los intentos por aniquilar la inteligencia, en especial desde el poder político. Uno de los episodios más sonados ocurrió en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, allá por 1936, en los albores de la guerra civil española. Mientras se realizaba un debate a propósito de la conmemoración del 12 de Octubre, José Millán-Astray, ícono falangista, fundador de la Legión Española y favorito de Franco, espetó un estruendoso ¡muera la inteligencia, viva la muerte!, al mismísimo Miguel de Unamuno, en medio de una turba de fascistas enardecidos.
La respuesta del maestro -tan célebre por su sabiduría como la otra por su brutalidad- fue fulminante: venceréis, pero no convenceréis -afirmó-, luego de lo cual los militares franquistas presentes echaron mano de sus pistolas.
Los atentados contra la inteligencia han sido patrimonio de los regímenes más retrógrados y oscurantistas, y han tenido predilección especial por la palabra escrita. A fin de cuentas, es la que hasta ahora más ideas ha producido y preservado, y más conmociones libertarias ha provocado. Justamente por eso los nazis quemaron libros. No fue suficiente con incinerar cerebros; tenían que desaparecer sus creaciones. Precisamente por eso Stalin reescribió la historia cuantas veces le fue conveniente.
Por desgracia, en el Ecuador también se busca un pedazo de ignominia. El 15 de febrero pasado no padecieron tanto la libertad de expresión ni los derechos civiles como padeció la inteligencia. Mientras en las afueras de la Corte Nacional de Justicia se quemaban palabras escritas, adentro se hacía lo propio con los argumentos jurídicos. No se trató de simples papeles periódicos ni de simples sonidos: se trató de ideas, es decir, de productos del intelecto humano. Quemarlas o desatenderlas son, en cierto sentido, formas particulares de matar la inteligencia.
Exigirle explicaciones a una sospechosa fuerza de choque de Alianza País que se solazó con su fogata, y que en determinados momentos echó mano de sus garrotes, resulta vano. Quienes deben responderle a país son aquellos que les impartían órdenes. Aparentemente sugestionados por la alienante publicidad oficial, decidieron rememorar los cien años del arrastre de Alfaro con esta pequeña hoguera bárbara. Parece que ese afán purificador del fanatismo político, que pretende borrar toda oposición entre llamas y cenizas, persiste y se amplifica.