La figura del Vicepresidente de la República se ha convertido no solo en una imperiosa necesidad electoral para el oficialismo; es, sobre todo, la piedra angular que sostiene al fracturado movimiento Alianza País. Es la tenue argamasa que posterga el cisma. Solo así puede entenderse la desesperación con que varios altos dirigentes del correísmo le han suplicado que reconsidere su decisión de no correr por una nueva reelección. El vacío que provocó su anuncio no hizo más que alborotar el avispero. No se requiere de mayor agudeza para percatarse de que ya se desataron las guerras intestinas y se desbocaron las apetencias personales.
En un movimiento político de corte estrictamente caudillista, las jerarquías individuales son una condición de supervivencia. La ausencia de proyecto político-ideológico obliga a la preservación de pequeños espacios de poder basados en las lealtades tribales. Si una facción no puede imponerse, al menos debe evitar que otra lo haga, so pena de sufrir una purga alevosa e indigna como la que acaban de aplicarle a la ex Ministra de la Política.
En este complicado juego de equilibrios, en el cual el propósito central consiste en no quedarse fuera de la foto, el Vicepresidente ha cumplido un rol esencial: no ha permitido que ninguna gallada interna alcance el poder suficiente como para devorarse a las demás. Aunque es indudable que los sectores de la derecha se tomaron las riendas del proceso, están obligados a tolerar la presencia de figuras progresistas que permitan cumplir con las debidas apariencias ideológicas.
Es ahí donde ha sido determinante el peso del segundo mandatario.
Prevalido de una popularidad y una aceptación ciudadana que superan ampliamente a las del propio Presidente, se ha permitido hacer llamados públicos a la reconciliación de lo que él considera la tendencia original de la revolución ciudadana, aun a riesgo de sufrir una olímpica descalificación por parte del jefe (como sucedió el pasado 10 de agosto en el informe a la nación).
En el fondo, las divergencias evidenciadas desde hace algún tiempo entre ambos personajes no son un asunto de estilo. No se reducen al antagonismo entre tolerancia e intemperancia, entre equilibrio y arrebato. Son más bien lecturas diferentes respecto de la situación política actual y de las perspectivas del Gobierno.
El Vicepresidente está consciente de los enormes costos electorales y políticos que representa, para el oficialismo, el fortalecimiento de la izquierda encarnada en la Coordinadora Plurinacional. Prefiere tender puentes antes que dinamitarlos. O quizás no aprueba un eventual triunfo electoral del Gobierno sustentado en la destrucción de las organizaciones sociales y en la eliminación fraudulenta de las agrupaciones de izquierda.