Las protestas de octubre pasado sin duda dejaron hondas reflexiones. El Ministerio de Defensa reaccionó de inmediato y el 12 de diciembre firmó tres contratos por USD 3,6 millones para comprar a dos empresas de EE.UU. máscaras antigás, escopetas para lanzar bombas lacrimógenas y seis tipos de cartuchos.
Todo equipamiento es bueno. Pero de por medio también está lo dicho por la Fiscalía el 5 de octubre pasado, cuando el país era azotado por grupos violentos: los uniformados que irrespeten el uso progresivo de la fuerza y produzcan lesiones a una persona pueden ir a la cárcel (art. 293 del COIP).
La Ley de Seguridad Pública vigente (art. 35) determina que en estados de excepción las FF.AA. apoyen a la Policía. Pero en el proyecto de Ley del Código de Seguridad se plantea lo contrario, que en estos escenarios los policías colaboren con los militares.
Ese ese el nuevo y sensible desafío. Los escenarios cambian, así como ocurrió tras la guerra del Cenepa; el 26 de este mes se cumplen 25 años de aquel estallido. La prioridad militar pasó de la frontera sur a la norte.
Las tareas se enfocaron en combatir al narcotráfico y al crimen organizado. El lado norte del país ha vivido crisis. Una de estas empezó el 27 de enero del 2018, cuando un grupo de armados activó un carro bomba y destruyó el cuartel policial de San Lorenzo. Luego asesinaron a 10 ecuatorianos. Las Fuerzas Armadas respondieron y conformaron la Fuerza de Tarea Conjunta, que dejó de operar a casi dos años del atentado terrorista.
Esa medida no implica un abandono de la zona fronteriza. Los patrullajes seguirán con tres batallones de la Marina y con las Fuerzas Especiales del Ejército. Jefes militares ratificaron esa información. En buena hora.
Hay que combatir a los criminales. Su huella aún se siente en los pueblos de frontera. Ya lo alertó el ministro de Defensa, Oswaldo Jarrín, en una entrevista con este Diario: “Hay organizaciones poderosas que quieren controlar al Estado”. La fuerza pública tiene el mandato constitucional de garantizar la paz del país.