Estamos en una encrucijada: lo que hacemos para conservar nuestra salud detiene los procesos productivos y, del otro lado, reiniciar la plena actividad productiva detendrá los esfuerzos por frenar la pandemia. ¿Debemos optar entre protegernos del virus y morir de hambre o protegernos del hambre y morir del virus?
Creo que no. Podemos frenar la pandemia sin morirnos de hambre.
Según Thomas Friedman, Israel está articulando una inteligente transición hacia la reapertura de los procesos productivos, conciliadora entre ambas opciones, que consiste en mantener restringidas la movilidad y la integración social de los grupos vulnerables -personas mayores a los 67 años y/o afectadas por enfermedades y otras condiciones debilitantes- y dejar que el resto de la población vuelva a trabajar bajo nuevas condiciones de relacionamiento (más tele-comunicación y menos reuniones, distancias sociales, mascarillas, etc.), conscientes de que el virus seguirá circulando hasta que haya una vacuna (tal vez en 12 a 18 meses) o se llegue a la llamada inmunidad de manada, y conscientes también de que se va a enfermar un porcentaje alto de esa población no restringida, pero apostando a que el número de enfermos no excederá la capacidad del sistema de salud para atenderles. Como bien reconoce Friedman, es una apuesta, que como toda decisión difícil, conlleva serios riesgos.
Pero ¿existe un camino exento de riesgos en esta situación? Volvemos al principio. No todos estamos inmovilizados, porque hay gente a la que debemos agradecer profundamente, que sigue trabajando, arriesgándose para que al menos algunos podamos adquirir alimentos, luz, agua, no ahogarnos en basura acumulada, tener acceso a medicinas y hospitales. Pero, salvo ellos, si el resto seguimos encerrados indefinidamente, el proceso productivo-económico va a colapsar, y mucha gente que no goza de los privilegios de solo algunos no tendrá (o ya no tiene) cómo adquirir ni los alimentos más básicos. Al contrario, si volvemos a las grandes fiestas de matrimonio, no mantenemos distancias, dejamos de usar mascarillas, morirán muchos millones, y no decenas de miles. En frase de Ronald Heifetz, planteada en otro contexto pero plenamente aplicable, “no hay respuestas fáciles”.
Reconozcámoslo: nos quedan solo desafíos difíciles. Encoge el corazón pensar en los millones de seres que ahora pasan hambre y angustia. Y también lo encoge pensar en los familiares y amigos que han muerto y morirán en soledad, privados para evitar contagios de sentir el reconfortante calor que una mirada amorosa trae al alma. No podemos evitar del todo tan dolorosas realidades, pero al enfrentar los desafíos de la transición, podemos reducir mucho el sufrimiento general. No es un pensamiento feliz. Solo la verdad de nuestras duras circunstancias.